Andrés Cerio

Suplemento de LA BUHARDILLA DE COLETTE.

RELATOS DE SOBREMESA Nº 1 Nov./dic. 2006

07 septiembre 2006

FELICIA (Pedro Martínez)

De pequeño tenía miedo de mi abuela. Cuando mi abuela Felicia venía por nuestra casa su voz poderosa, profunda, hacía retemblar la cristalería de Venecia de mi madre y las flores de plástico que había sobre el televisor Iberia de veinte pulgadas se cimbreaban como al paso de un huracán. Entonces me entraba el miedo y me metía debajo de la mesa, haciendo como que jugaba con algo.
Mi abuela siempre vestía de negro, lo que me asustaba aún más. Tenía el pelo casi blanco, recogido en un moño que se aplastaba en la parte de detrás de la cabeza;ojos vivarachos azul claro;labios finos y apretados;orejas muy largas de las que siempre pendían unos pequeños aros de oro y una nariz grande y prominente que marcaba su rostro afilado. Andaba un poco encorvada y no olvidaré nunca cómo se acercaba con una jeringuilla en la mano para ponerme alguna inyección en el culo: parecía un torero buscando el mejor ángulo para ejecutar la suerte suprema;yo me ponía envarado ante la terrorífica imagen y el jeringazo me dolía el doble.
La abuela había aprendido a poner inyecciones durante la guerra y no consentía que a «sus niños» —como nos llamaba a mi hermano y a mí— se las pusiera cualquier practicante de tres al cuarto, de esos que vaya usted a saber cómo han limpiado las jeringuillas. Durante un tiempo mi suerte fue pésima y estuve a régimen del hígado de bacalao que me recetaba, un día sí y el otro también, el médico de mi familia, un tipo bajito que tenía un despacho muy grande, alfombrado de madera quejumbrosa y lleno de libros hasta el techo y que decía que los niños no debían comer pescado azul porque ese alimento era muy fuerte para sus infantiles estómagos;así que, conclusión, merluza hervida, nada de torreznos y el pescado azul por el trasero.
A pesar de esta infame dieta y de los banderillazos, conseguí crecer y llegar a los once años momento en que las inyecciones cesaron y fueron sustituidas por el Calcio 20, un delicioso brebaje blanco que venía en botella de tres cuartos y que mi madre tenía que esconder para que mi hermano y yo no nos lo tomáramos de una sentada. Los huesos, ahora la preocupación eran nuestros huesos. Ahí mi abuela tenía poco que hacer y aunque me seguía acomplejando su poderosa voz y su porte imponente, comencé a superar el miedo y cuando venía a visitarnos me ponía a pintar o a leer un tebeo, acodado en la mesa de madera de castaño que mi madre vestía para la ocasión con un mantel de plexiglás, lleno de dibujos geométricos que eran la última moda en Francia —según decían— escuchando, al tiempo, lo que hablaban mi madre y ella. La verdad, no entendía casi nada de lo que hablaban pero sí me daba cuenta de que mamá también tenía algo de miedo a la abuela: «¡Menos mal!» —pensaba—, ¡no sólo me pasa a mí!», aunque, claro, mi madre le contestaba casi siempre, cosa que yo todavía no era capaz de hacer.
—Lo de cambiar a los niños de colegio ha sido ya el remate del tomate, Carmen. Se os ha subido a la cabeza eso de que vivís en Guzmán el Bueno —dijo mi abuela en una de aquellas visitas, haciendo vibrar las puertas del aparador.
—Pero madre, no es para tanto...
—¿Cómo que no es p’tanto? Metéis a mis niños en un colegio de curas y tú te quedas tan tranquila... Eres una madrastra y Paco un pancista que sólo piensa en el qué dirán.
Paco era mi padre, que en paz descanse, un mando intermedio del Ministerio de Asuntos Exteriores. Por aquél entonces era alto, delgado, moreno y llevaba siempre unos trajes cruzados marca Celso García que quitaban el hipo. Mi padre era muy bueno conmigo, cuando le veía, claro, pues siempre llegaba muy tarde y muy cansado. A veces me aupaba al montante de la puerta del comedor, un grueso listón de madera que separaba a ésta del cristal esmerilado que adornaba su parte superior, convencido de que el Calcio 20 y las inyecciones habrían dado el fruto esperado, pero nada: me quedaba colgado como un trapecista en aquellas alturas y sólo aguantaba unos segundos pues me dolían las manos, los brazos me empezaban a temblar y entonces me caía desde aquel precipicio, mas nunca me pasó nada pues mi padre me cogía al vuelo y se reía y me daba una voltereta que me dejaba mareado para un buen rato. Era un tío fenómeno mi padre, sí señor.
¿Y qué significaba aquello de pancista? Misterio. Cosas de los viejos que escuchaba a retazos, mientras leía el último número de Flash Gordon, mi tebeo favorito. Todos los sábados me lo traía mi padre, pues a mi hermano le compraba El Hombre Enmascarado, seguramente porque era más bestia que yo. Pancista: una palabra que sonaba mal, muy mal y que procuré olvidar al instante, no fuera que la repitiera en el colegio y me pasara algo pues no corrían buenos tiempos y nos decían en casa, bajo amenaza de castigarnos a modo, que lo que allí se hablaba no se podía repetir, cosa difícil, por otra parte, para unos niños que no entendían de gobiernos ni de cosas tan complicadas. Pero había que morderse la lengua y mis padres, a fuerza de repetirlo, nos tenían adiestrados en el silencio.
Sin embargo, mi abuela no se callaba jamás. ¿Por qué?;para mí era otro misterio;decía lo que le daba la gana y además se le oía, como no, hasta en el piso de arriba. Mi madre se sonrojaba a veces cuando levantaba la voz y mi padre, si estaba en casa, la conminaba a que se moderara, pero ella como si oyera el pito del sereno. En otras ocasiones, hablaba y hablaba y decía cosas que sonaban a algo parecido a los discursos del cura en las misas del colegio, aunque con la diferencia de que me gustaban: mi abuela era distinta a todo lo que yo conocía, era siempre una sorpresa.
No sé cuando empecé a querer a mi abuela, pero seguramente fue un día en que estaba terminando un mural para la clase de Formación del Espíritu Nacional, sobre la mesa del comedor. El gran pliego de cartulina me estaba quedando formidable: en el margen izquierdo había puesto una gran greca de seis líneas de color azul y rojo;arriba y empezando el mural, a la izquierda también, la cara de José Antonio con el Yugo y las Flechas en segundo plano;debajo de él la de Franco con las tres banderas ondeando detrás: la de España, la de la Falange y la del Requeté;en el centro estaba Guzmán el Bueno sobre la torre del castillo, mirando cómo los moros iban a matar a su hijo;a la derecha, arriba, los Reyes Católicos con el Yugo y las Flechas, también, que me salían muy bien, y cerrando el mural la Resurrección de los Muertos y el Fin del Mundo: el triángulo de Dios, la Paloma, la cruz de Jesucristo y las llamas del infierno devorando a los pecadores. Una obra maestra —pensaba mientras le daba a los lápices de colores— que me iba a suponer un 9 ó un 10 en los exámenes de junio. Entonces llegó mi abuela, saludó a mi madre y escuché los gritos de mi hermano cuando salió corriendo a recibirla al pasillo;qué burro mi hermano, nunca le tuvo miedo:
—¡Abuela!, ¡abuela...! —seguí dibujando con la lengua fuera, de través, enfrascado en el difícil color amarillo rojizo de las llamas del Averno hasta que ella entró en el comedor y se puso detrás mío contemplando lo que estaba haciendo. Me paré, algo avergonzado, temeroso quizás.
—¿Qué haces, mi niño?
—Un mural para el cole, abuela —le respondí, mirando hacia atrás;mi abuela sonreía, pero con una sonrisa que me pareció sospechosa y los ojos le brillaban—. ¿Te gusta?
—Mucho, hijo, mucho. ¿Qué son esas llamas...?
—Es el infierno, abuela —contesté orgulloso.
—¿Y por qué lo pintas?
—Es el fin del mundo, la resurrección de los muertos y el día en que todos seremos buenos y los malos serán matados y castigados... —mi abuela Felicia guardó un instante de silencio, luego suspiró.
—El fin del mundo no existe, mi niño... Es un invento de los curas y de los franquistas. Hay miles de finales del mundo, en cada vida, y piensa en tós los que somos en el mundo, hay un principio y un fin, y ese fin es el único fin del mundo que vale. Cuando yo me muera llegará mi fin del mundo y mi vida sólo será un recuerdo en los que me hayan querido...
—Abuela, ¿te vas a morir...? —le interrumpí, inquieto.
—No, hijo, no... —me abrazó y besó y me acarició el pelo—, no digas nada a nadie de lo que te he dicho..., será nuestro secreto. ¿Me lo prometes?
—Te lo juro, abuela, no diré nada.
Pero no cumplí mi juramento y largué el secreto de que el fin del mundo y el infierno no existían, en el recreo del «cole»: se me escapó, lo prometo. Después, algún pelotillero se chivó al maestro y llamaron a mi madre para saber por qué yo no creía en el fin del mundo y qué era aquello de los franquistas. Estuve castigado un mes sin ver la televisión y mi padre y mi abuela discutieron agriamente mientras mi madre lloraba en la cocina, pues lo confesé todo: dije que había sido ella quien me había explicado que el fin del mundo no existía y que todo era un invento de los curas y de los franquistas. Me suspendieron en Formación del Espíritu Nacional y mi padre estuvo un mes sin darme el Flash Gordon;creí que me moriría...
Llegaron las vacaciones y con el suspenso y el remordimiento por la traición a cuestas me mandaron a Asturias un mes y medio, pero no pude disfrutar de aquellos días: sólo pensaba en mi abuela que no me había dicho nada sobre lo que había pasado. Aquel silencio me compungía. Era una deuda muy gorda la que tenía con ella y el suspenso, además, me jeringó la playa pues mi tía, aleccionada por mis padres, estaba encima de mí todo el día para que estudiara, hiciera murales y me preparara para septiembre. Regresé a Madrid a finales de agosto en un tren cuyo recorrido me pareció interminable, acompañado de una pareja de la Guardia Civil que me recogió en la estación de Pendueles, una tarde tan lluviosa como mi alma. En la Estación del Norte estaban esperándome mis padres, alegres y cariñosos, todo parecía haberse olvidado:
—¿Lo has pasado bien, hijo? —dijo mi padre, abrazándome—. ¿Has estudiado?
—Sí, papá —respondí, algo cabizbajo, deseando ver ya a mi abuela.
—Abuela, se me escapó lo del infierno... —dije casi llorando aquella tarde, en el comedor de su nueva casa, en Moratalaz, mientras miraba el suelo de parqué brillante, recién barnizado. Mi madre estaba en la cocina, hablando sin parar de lo bien que estaba todo y de lo bien que estaría mi abuela en aquel pisazo.
—¡Chisss...! —musitó ella poniéndome la mano en la boca—. ¡Sí, Carmen, todo está precioso...! —gritó hacia la cocina y después me llevó al dormitorio grande, una habitación que tenía un pequeño balcón sobre un descampado. Me abrazó y besó y acarició el pelo, como siempre hacía;cogió mi cara con las dos manos y se encorvó un poco más para ponerse a mi altura: la cara afilada, los ojos azules y tiernos, los aros de oro de sus orejas brillando en la tarde luminosa, los labios entreabiertos por una sonrisa:
—¡Chisss...! No llores. No ha pasado na. Seguiremos guardando nuestro secreto hasta siempre, hasta que se nos acabe este mundo que después no tiene llamas, ni infierno, ni na de na, sólo estamos nosotros... Tú vivirás con más libertad que yo, niño mío. ¿Me entiendes? —yo no la entendí del todo, pero el abrazo que me dio fue tan grande, sentí de tal manera su cuerpo y el runruneo de su respiración que olvidé todos mis pesares. Abracé a mi abuela hasta donde me alcanzaron los brazos y se me puso un nudo de alegría en la garganta. Mientras, mamá gritaba en la cocina:
—¡Madre, el grifo de la pila no funciona bien...!
Mi abuela se murió una tarde de domingo, en el Gregorio Marañón, cuando yo tenía treinta años. La pusieron en una caja forrada de blanco por dentro, con un gran crucifijo negro de metal en la tapa;ahí la estuve mirando durante unos segundos, no pude hacerlo por más tiempo. Nuestro mundo se había acabado: tantas Nochebuenas en su casa de Moratalaz, tantas tardes de visita en aquella residencia de monjas en donde ingresó al final de su vida, tan sola pero tan libre durante sus últimos años. Sentados bajo los chopos o en el corredor acristalado donde, en las tardes de invierno, ella solía hacer punto, hablamos de la guerra civil;de su vida y de la mía;del pasado y del futuro;de sus hijos y sus nietos;de Azaña y de Pablo Iglesias;del amor y del odio;del socialismo y de los fachas y de aquel mural maldito que la vida nos había impuesto.
Enterraron a Felicia en el cementerio de La Elipa. Años más tarde pinté un cuadro que ahora tengo sobre la chimenea del salón de mi casa. No pienso exponerlo y jamás lo venderé. En él se ve a mi abuela sentada sobre un banco de piedra de granito muy pulida, casi blanca, con dos peanas de volutas que se oponen;está vestida de negro, con medias oscuras y zapatos de tacón bajo;las manos reposan sobre el regazo, con las palmas hacia arriba;mira de frente, sin temor, en las orejas destellan dos aretes de oro y sonríe suavemente como una nueva Gioconda. Al fondo de la pintura, unos chopos se recortan contra el atardecer de fuego, rojo y amarillo, y una paloma levanta el vuelo desde un extremo del banco;casi no se aprecian los contornos de la figura del ave, borrosa por el vibrante aleteo, parece como si fuera de otro mundo.
agosto de 2002
-----------------------------------------------------
PEDRO MANUEL MARTÍNEZ CORADA (Madrid, España;1951), narrador y fotógrafo. Llegó a la escritura de la mano del Taller Literario de El Comercial, del que es uno de sus miembros fundadores, en cuyo trabajo participa desde el año 2000. Varios de sus relatos se encuentran publicados en los libros «Los cuentos de El Comercial» (Taller de El Comercial, Madrid-2002) y «Vampiros, ángeles, viajeros y suicidas» (Kokoro Libros, Madrid-2005). Es cofundador del colectivo de cultura Margen Cero y director de la revista digital de Arte y Cultura «Almiar», socio fundador de la Asociación de Revistas Digitales de España (A.R.D.E.).
En el año 2005, fue elegido finalista en los Certámenes Literarios de la Universidad Popular de Alcorcón (Madrid). En 2006, resultó finalista, así mismo, en el II Concurso de Relatos «Inmigración, emigración e interculturalidad», convocado por la Unión General de Trabajadores y el Ayuntamiento de Alcobendas (Madrid), y recibió el primer premio del I Certamen de Relato Breve de la Asociación Amigos del Foro Cultural de Madrid.
Relatos suyos han sido publicados en revistas digitales de distintos países: «Narrativas – Revista de narrativa contemporánea en castellano» (España);«Heterogénesis» (Suecia);«Proyecto Patrimonio» (Chile);«El Escribidor» (España);«Wemilere de las Letras» (Argentina);Revista «El Interpretador» (Argentina) y en la hostería literaria del escritor Norberto Luis Romero.
 
contador de visitas
Contador