Andrés Cerio

Suplemento de LA BUHARDILLA DE COLETTE.

RELATOS DE SOBREMESA Nº 1 Nov./dic. 2006

26 enero 2008

Don Hilario (José Dávila)


Decían que estaba viejo, que ya no servía para nada, que estaba loco.
Sin embargo, don Hilario hacía oídos sordos a quienes criticaban su férrea determinación de no abandonar el pedazo de ejido que le heredaron sus padres, ahora convertido en un yermo ayuno de esperanza. “Ya vendrán tiempos mejores”, se decía convencido de que un día todo sería distinto, y al mismo tiempo convencido de que inútilmente se engañaba. Sin embargo, estaba cierto que claudicar era tanto como traicionar el trabajo febril que por generaciones invirtieron sus antepasados para cosechar el pan de cada día.
Con más de ocho décadas encima, todavía rezumaba esa dignidad que sólo el tiempo concede a los hombres buenos. Caminaba despacio y tan recto como su propia integridad. El rostro moreno, anguloso, enjuto y con arrugas que semejaban cuarteaduras en tierra árida, dejaba al descubierto unos pómulos salientes y unos ojillos que se hundían en sus cuencas pero que aún miraban como un lince al acecho.
Antes de cada amanecer ya recorría sus “haciendas” huérfanas de lluvia y miraba con tristeza como la milpa antes generosa, ahora crecía endeble y enferma. “Tienen tanta hambre y sed como yo”, pensaba con tristeza.
De cumplirse, la cosecha sería magra y los escasos granos servirían para un precario sustento y de alimento para el puerquito, su último anhelo de que creciera y engordara lo suficiente para poder venderlo en el mercado y entonces comprar para su nieto unos guaraches nuevos, una camisa y un pantalón blancos para que hiciera su primera comunión ante Dios nuestro Señor. En cada ocasión que aquella expectativa cruzaba por su mente, se persignaba con infinita devoción.
Pese a la adversidad que aquejaba a su parcela, se comportaba sereno, inmutable, dueño de su entorno. Nadie podía arrancarlo de ahí; no existía razón, verdad o mentira, que le hiciera abandonar el terruño. Estaba aferrado a él porque nunca conoció otros linderos que la vida le escamoteó. Ahí nació, creció y trabajó como bestia de carga arrastrando el arado para que su padre abriera nuevos surcos. Entonces la vida les era generosa y con la cosecha podían vivir; pobres, pero podían vivir sin lamentos.
Aquel mundo era diferente. Las cuatro estaciones del año se presentaban y ausentaban fieles a su cita con el calendario. Ahora todo había cambiado. El clima se había convertido en un endemoniado acertijo: a veces tormentoso, a veces calmo, otras tantas demasiado frío o transformado en un infierno. Sembrar y calcular la siega, era como echar una moneda al aire.
A la muerte de sus padres se arrejuntó con su mujer, María Adolfa, porque no tuvo dinero para el casorio, y procrearon dos hijas: María y después Cristina, cuyo sufrido alumbramiento hurtó la vida materna.
La parca, insatisfecha, seguía golpeando a Hilario. María falleció a los seis años y Cristina, cuando alcanzó los 15, se fue para el pueblo de los Ahuehuetes a lavar ropa ajena y poco después regresó solitaria con el vientre crecido.
Hilario no se quejó ni regañó. Resignado, la protegió y pensó que la vida arrebataba pero también regalaba. Ya había perdido muchas veces y ahora pronto tendría un nuevo retoño: nieto o nieta, lo mismo daba. “El Señor decidirá” –razonaba.
Difíciles tiempos enfrentaron. Los chaparrones regateaban su presencia y ante las sequías el viento levantaba espirales de polvo que desaparecían en las alturas. Sin embargo, él y su hija ya panzona, seguían cuidando ruinosos canalillos, deshierbando, removiendo, hablándoles bonito para que rindieran sus ansiados frutos.
-¿Cómo ve, padre, se dará el maicito? –preguntaba incierta María.
Entonces, Hilario, fijando la mirada en el cielo, repetía una y otra vez: “Hija el temor a perder siempre regatea el deseo de ganar. Jamás olvides que eres el árbol de tu vida que pronto habrá de florecer. Comprendes para qué vives, ¿no es cierto? Ya verás; todo saldrá bien porque estamos bajo el manto del Todopoderoso.
Al tiempo que las mazorcas empezaban a madurar llegó el nieto tan esperado. Sin dudarlo, María, en la soledad del campo, echándole unas gotas de agua en la cabecita, le bautizó como Marcelino Hilario. Cuando las cosas empeoraron y en el jacal se respiraba miseria, su padre le advirtió: “Tienes que irte con tu hijo a encontrar mejores aires. Llévatelo y también al puerquito”.
-No padre, yo a “usté” no lo dejó –pronunció con angustia la mujer.
-Hija mía, vivir por vivir apaga los sentidos y debes vivir para Marcelino Hilarito. Por estos rumbos los milagros escasean y ni remedio. Allá, en Los Ahuehuetes o en la Hondonada de las Cuatro Palmas, más pronto que tarde tu hijo hará su primera comunión y ya no regresarán.
-Y “usté” padre, ¿qué va a hacer?
-Para ustedes aquí no habrá ilusión. En estas tierritas están enterrados demasiados huesos familiares, huesos que son toda mi herencia. ¿Comprendes? Así pues, deseo que los míos también aquí descansen. Ya no tengo vereda que descubrir. Quizá el recuerdo sea lo único que deje atrás, ¿no crees?
En el pueblo dicen que cuando Marcelino Hilario recibió la hostia, su abuelo rendía cuentas al Todopoderoso. Después en aquella parcela que nadie deseaba, empezó a florecer una milpita silvestre con espinas en forma de cruz.

18 febrero 2007

RUBÉN PATRIZ: El musiu

Ho bisogno di una mano
Sulla mia spalla
Ma come facho da solo ?
Mario Bresassn ( Borablu)

El mar de fondo hizo de las suyas, y el barco encalló en la orilla. Una enorme grieta se hizo notar desde la borda hasta debajo de la superficie. La embarcación empezó a hacer agua. La tripulación corre contra el tiempo, contra los duros corales, que son cortantes como cuchillas. Están tratando de salvar lo más posible, y van depositando lo que se puede en la arena, a la orilla de la playa. Un caos de objetos, cajas por doquier, todo se va llenando de mercancía. Una fuerte lluvia acompaña a los marineros en la descarga, faros del barco alumbran la costa, solo es un haz de luz, las olas agitan la popa, el barco no se despega, esta atrapado y casi a punto de partirse en dos, ocasionando así, un nuevo peligro para los pobres tripulantes que trabajan contra los elementos y el tiempo.

La negra orilla es como la boca de un lobo, y no se distingue el horizonte, ni remotamente la espuma blanca de las olas, solo se vislumbran sombras cuando el haz de luz se proyecta y escruta el negro mar y la oscura orilla, marcando una nota como el de un siniestro misterio. Nunca se imaginaron que serían arrastrados por un mar de fondo. Ocurrió de repente, sin aviso. Unas enormes olas empezaron a mover la embarcación logrando arrancarla de su apoyo, arrastrándola y haciéndola naufragar. Momentos antes se mostraba el paisaje como el de una acuarela; con el blanco matizando las olas y coronando de espuma la orilla, y la arena que brilla reluciente, como las lejanas nubes y la suave brisa que mece las palmeras, ondulándolas suavemente, como el caminar de mujer.

Los haces de las linternas y de las lámparas de queroseno, alumbran con tenue luz la orilla, allí los hombres caminan de un sitio a otro, se notan preocupados, no se dan abasto con los enseres. La gente del pueblo, no se había enterado . Nadie se dio cuenta de lo ocurrido. La fuerte lluvia de la noche anterior impidió que la gente se informara de los acontecido en esa noche larga, negra y tenebrosa, llena de olas enormes no fue sino en la mañana en cuanto despertaron y vieron a lo lejos la algarabía de la tripulación que todavía hacia maromas para poder salvar algunas cosas que restaban del barco. Allí todos corrieron para averiguar lo acontecido y tratar de ayudar a los marineros. En ese amanecer, todavía el barullo reinaba, el agua se iba tragando al barco, y como un pulpo gigante lo anegaba. Brazos de agua en la cubierta en cada vaivén de olas. El barco se partía en dos, un gemido de hierros rotos brotaba del mar acompañando con su eco al de las olas, los tripulantes entendieron el peligro y se quedaron todos en la orilla junto con la gente del pueblo a ver el espectáculo. Se partía con el oleaje, y la parte de la popa se iba con la resaca, hundiéndose, dejando ver solamente las torres en donde se divisaba la antena. Parte de la proa quedó en la arena, entre los peñascos y la muralla de coral. Se veía como una ballena moribunda, de las que quedan en la orilla después de un pensamiento de muerte, y a merced de aves y perros, muriendo, bajo los rayos del sol Los curiosos; los precoces niños que brincan entre las cajas y miran extrañados a los hombres de piel roja como un tomate, que trabajan tratando de limpiar, atando, desatando, acomodando e inventariando lo que lograron salvar de la inundación, daban voces y alaridos, órdenes y gritos, que iban con el viento aquí y allá, todo un pandemonium, miraban con interés. Las gentes del pueblo inmediatamente se pusieron a la orden de los tripulantes y el capitán. Varios marinos se fueron, dejando al cuidado de los bultos a unos pocos hombres.


Los haces de las linternas y de las lámparas de queroseno, alumbran con tenue luz la orilla, allí los hombres caminan de un sitio a otro, se notan preocupados, no se dan abasto con los enseres. La gente del pueblo, no se había enterado . Nadie se dio cuenta de lo ocurrido. La fuerte lluvia de la noche anterior impidió que la gente se informara de los acontecido en esa noche larga, negra y tenebrosa, llena de olas enormes no fue sino en la mañana en cuanto despertaron y vieron a lo lejos la algarabía de la tripulación que todavía hacia maromas para poder salvar algunas cosas que restaban del barco. Allí todos corrieron para averiguar lo acontecido y tratar de ayudar a los marineros. En ese amanecer, todavía el barullo reinaba, el agua se iba tragando al barco, y como un pulpo gigante lo anegaba. Brazos de agua en la cubierta en cada vaivén de olas. El barco se partía en dos, un gemido de hierros rotos brotaba del mar acompañando con su eco al de las olas, los tripulantes entendieron el peligro y se quedaron todos en la orilla junto con la gente del pueblo a ver el espectáculo. Se partía con el oleaje, y la parte de la popa se iba con la resaca, hundiéndose, dejando ver solamente las torres en donde se divisaba la antena. Parte de la proa quedó en la arena, entre los peñascos y la muralla de coral. Se veía como una ballena moribunda, de las que quedan en la orilla después de un pensamiento de muerte, y a merced de aves y perros, muriendo, bajo los rayos del sol Los curiosos; los precoces niños que brincan entre las cajas y miran extrañados a los hombres de piel roja como un tomate, que trabajan tratando de limpiar, atando, desatando, acomodando e inventariando lo que lograron salvar de la inundación, daban voces y alaridos, órdenes y gritos, que iban con el viento aquí y allá, todo un pandemonium, miraban con interés. Las gentes del pueblo inmediatamente se pusieron a la orden de los tripulantes y el capitán. Varios marinos se fueron, dejando al cuidado de los bultos a unos pocos hombres.

Los hombres de guardia, hicieron de inmediato un campamento y se quedaron a vivir allí en la orilla de la playa. Inmediatamente empezaron a hacer amigos, los nativos de estas tierras, son hombres y mujeres pacíficos y gentiles, entablaron una amistad rápidamente con estos musiues de piel roja, que han venido desde muy lejos, desde otras tierras, allende en el mar, hablando un idioma diferente. La soledad acompaña a los hombres, en el día el sol es implacable, las cajas se llevan a un galpón quedando la\n costa completamente limpia y los hombres, empiezan acomodarse en la tierra, esperando y añorando con sus recuerdos los momentos del pasado..... Chiquillos y mujeres caminan entre los hombres, unos venden mercancías, otros tratan de entablar conversación y así, entre el mar y la arena se logra escuchar un parlamento, son dos personas que hablan entre sí....

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El italiano a la mujer en al orilla de la playa. El mar con su vaivén, un día hialino y muy hermoso. No se ven nubes, el azul es inmenso y se consustancia en el horizonte con el mar.

Italiano: Come sei bella negrida
Negrita: ¡Ujumh.!
Italiano: ¡Guarda la negrida!
Negrita: ¿Guarda qué ? ¡Respete!, ¡ a mi no me guarda nadie! ¡Usted tá loco!
Italiano: ¡Vieni cua!
Negrita : ¿Cómo que cuá?, ¿Usted ahora es pato?
Italiano: ¿Perque parli cosi?¡vieni, vieni cui!
Negrita: ¡Cosí, cosa, cua, cui, es pato, es ave, no se entiende na, no se pone Ud. de acuerdo! Italiano: ¡Ma che cosa dice!
Negrita: ¡ Mire señor, aprenda hablar y luego hablaremos!( Y se aleja )
Italiano: ¡Ma negrida!, ¡aspeta!, ¡Ma che!...

Un rumor de la olas del mar en el anochecer, una luna muy grande se asoma en el horizonte, como saliendo del agua, y un haz de luz se reflejan el agua, es un camino de plata que llega a la orilla. Al amanecer, la brisa bailotea las hojas de las palmas que muestran su fruto orgullosas, las ubérrimas palmeras dan sus exquisitos frutos calmando la sed y el hambre a los orgullosos aventureros.

Los hombres de guardia, hicieron de inmediato un campamento y se quedaron a vivir allí en la orilla de la playa. Inmediatamente empezaron a hacer amigos, los nativos de estas tierras, son hombres y mujeres pacíficos y gentiles, entablaron una amistad rápidamente con estos musiues de piel roja, que han venido desde muy lejos, desde otras tierras, allende en el mar, hablando un idioma diferente. La soledad acompaña a los hombres, en el día el sol es implacable, las cajas se llevan a un galpón quedando la costa completamente limpia y los hombres, empiezan acomodarse en la tierra, esperando y añorando con sus recuerdos los momentos del pasado...

Chiquillos y mujeres caminan entre los hombres, unos venden mercancías, otros tratan de entablar conversación y así, entre el mar y la arena se logra escuchar un parlamento, son dos personas que hablan entre sí...

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El italiano a la mujer en al orilla de la playa. El mar con su vaivén, un día hialino y muy hermoso. No se ven nubes, el azul es inmenso y se consustancia en el horizonte con el mar. Italiano: Come sei bella negrida Negrita: ¡Ujumh.! Italiano: ¡Guarda la negrida! Negrita: ¿Guarda qué ?.¡Respete!,¡ a mi no me guarda nadie!¡Usted tá loco! Italiano: ¡Vieni cua!. Negrita : ¿Cómo que cuá?, ¿Usted ahora es pato?. Italiano: ¿Perque parli cosi?¡vieni, vieni cui! Negrita: ¡Cosí, cosa, cua, cui, es pato, es ave, no se entiende na, no se pone Ud. de acuerdo! Italiano: ¡Ma che cosa dice! Negrita: ¡ Mire señor, aprenda hablar y luego hablaremos!( Y se aleja ) Italiano: ¡Ma negrida!, ¡aspeta!, ¡Ma che!...... Un rumor de la olas del mar en el anochecer, una luna muy grande se asoma en el horizonte, como saliendo del agua, y un haz de luz se reflejan el agua, es un camino de plata que llega a la orilla. Al amanecer, la brisa bailotea las hojas de las palmas que muestran su fruto orgullosas, las ubérrimas palmeras dan sus exquisitos frutos calmando la sed y el hambre a los orgullosos aventureros.
Las olas van dejando un pequeño eco en su romper, la suave brisa y la calidez del la orilla invitan a contemplar el amanecer. La muchacha, va caminando por la orilla, moviendo sus cadera con su cadencia de pasos, hundiendo sus pies en la arena , casi hasta los tobillos, y lleva en su cabeza un bulto. Italiano. ¡Buon giorno cara ragazza! Negrita: ¡ De nuevo usted! ¡ Ujumh!.\n Italiano: ¡Come sei bella! Negrita: ¡ Puro, che, cha, cha, cha, cha. Usted, habla y habla, y yo no le comprendo na. (Le alarga la mano obsequiándole algo que saca del bulto que lleva en la cabeza). Italiano: ¡Grazie, Grazie!¿Che cosa e? Negrita: ¡Coma , coma.! Italiano: ¡Sta saporito, e dulce come te! Negrita: ¡ Sí come te!. Italiano: ¡ Come ti chiami! Negrita: ¡Ujumh! Italiano: (Señalándose a si mismo)¡ Io sono Roberto! Negrit: ¡Ahhh, ahhh, Gloria!. Italiano: Sei la Gloria venita d’ celo, Sei la ragazza pui bella di la spiagia! Negrita: ¡ Otra vez, piu, cua, cui,!¡ ja ja ja ja.! Italiano: (La toma de la mano). ¡Gloria, Gloria!, ¡Datemi la mano!, sei mi cara amica. Ella se aleja, se va caminado por donde vino, con su mismo paso cadencioso, moviendo sus caderas suavemente.... Él se queda viendo su caminar, la sigue con la mirada, enciende un cigarrillo y se sienta en un tronco de árbol que está en\n la orilla, ve cuando desaparece entre las palmeras y se vuelve a mirar el mar. La sombra de una uva de playa lo cubre del sol. Allí descansa y reposa, arriba algunos verdes racimos se dejan ver brillantes y un pájaro negro revolotea entre las ramas. Italiano: ¡ Buon Pomerigio! Negrita: ¿Pome qué? Italiano: (Alarga la mano y ayuda a bajar la bandeja de la cabeza de la muchacha, y toma una conserva). Dolce y saporita, cuesto ¿ e come si chiama?. ¡E come un bacio de li tue labbri Negrita: Verdad que no te comprendo, solo lo dulce. Sí, es dulce de coco y lo hace mi mamá. Italiano¡ Ah La mamma!. Negrita: ¡Si la mamá. Ella es una excelente cocinera. ,1]
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Las olas van dejando un pequeño eco en su romper, la suave brisa y la calidez del la orilla invitan a contemplar el amanecer. La muchacha, va caminando por la orilla, moviendo sus cadera con su cadencia de pasos, hundiendo sus pies en la arena , casi hasta los tobillos, y lleva en su cabeza un bulto. Italiano. ¡Buon giorno cara ragazza! Negrita: ¡ De nuevo usted! ¡ Ujumh!. Italiano: ¡Come sei bella! Negrita: ¡ Puro, che, cha, cha, cha, cha. Usted, habla y habla, y yo no le comprendo na. (Le alarga la mano obsequiándole algo que saca del bulto que lleva en la cabeza). Italiano: ¡Grazie, Grazie!¿Che cosa e? Negrita: ¡Coma , coma.! Italiano: ¡Sta saporito, e dulce come te! Negrita: ¡ Sí come te!. Italiano: ¡ Come ti chiami! Negrita: ¡Ujumh! Italiano: (Señalándose a si mismo)¡ Io sono Roberto! Negrit: ¡Ahhh, ahhh, Gloria!. Italiano: Sei la Gloria venita d’ celo, Sei la ragazza pui bella di la spiagia! Negrita: ¡ Otra vez, piu, cua, cui,!¡ ja ja ja ja.! Italiano: (La toma de la mano). ¡Gloria, Gloria!, ¡Datemi la mano!, sei mi cara amica. Ella se aleja, se va caminado por donde vino, con su mismo paso cadencioso, moviendo sus caderas suavemente.... Él se queda viendo su caminar, la sigue con la mirada, enciende un cigarrillo y se sienta en un tronco de árbol que está en la orilla, ve cuando desaparece entre las palmeras y se vuelve a mirar el mar. La sombra de una uva de playa lo cubre del sol. Allí descansa y reposa, arriba algunos verdes racimos se dejan ver brillantes y un pájaro negro revolotea entre las ramas. Italiano: ¡ Buon Pomerigio! Negrita: ¿Pome qué? Italiano: (Alarga la mano y ayuda a bajar la bandeja de la cabeza de la muchacha, y toma una conserva). Dolce y saporita, cuesto ¿ e come si chiama?. ¡E come un bacio de li tue labbri Negrita: Verdad que no te comprendo, solo lo dulce. Sí, es dulce de coco y lo hace mi mamá. Italiano¡ Ah La mamma!. Negrita: ¡Si la mamá. Ella es una excelente cocinera.
............. Los dos quedan mirándose a los ojos, y sus sonrisas se van ampliando, no se comprenden, ni se entienden, pero un halo los envuelve cuando están juntos. Sus cuerpos se atraen, como un metal al imán. La canela de la hembra y el sudor que cae como perlas entre sus pechos\n redondos, grandes, hermosos. Se quedan mirando el mar, que los subyuga, que los envuelve en un tema de luz, de aire puro, de brisa cálida, que los rodea y abraza sus cuerpos. De nuevo ella se aleja, se retira con su bandeja en la cabeza, va esfumándose entre los cocotales, entre las palmeras que miran erguidas con sus hojas oscilantes al cielo. Él la mira desaparecer, y en su pecho va quedando un pequeño grito de nostalgia. El mar cambia de tono, desde el horizonte, se va llenado de un gris plomizo y va desapareciendo la claridad, poco a poco la noche va invadiendo todo a su paso. En las casas se van encendiendo las luces, algunos faroles amarillentos alumbran en las calles, iluminando el poste y un poco más, haciendo un circulo de luz en el pavimento. Desde lo lejos se ven como luciérnagas estáticas, sin ningún movimiento. La playa, ya esta oscura, el hombre enciende la hoguera, el amarillo anuncia las sombras que se ven alargadas y otras que parecen\n bailar a la luz de las llamas que oscilan con la brisa. Fiore E poi sei tu Picola Bella come Ricordo levitante Di speranzxe Germoliate Sulle mie palme Colme Di scorie del tempo Fiore Di cui voglio Ignorare i destini Germoliato0 eterno D’ ochhi infiniti Come L’ interminabile Tranparenza Del desiderio, (Borablu) El musiu no puede dormir, se sienta en el tronco del árbol, enciende otro cigarrillo, piensa, cavila, en su mente siente el aroma de la mujer, la ve caminado por entre la arena de la playa, a su lado el fuego oscila y traquetean las ramas, hay un quejido de la madera en su rápida trasformación. Mira dentro de sí y nota su soledad. Espera ansiosamente el amanecer. ,1]
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............. Los dos quedan mirándose a los ojos, y sus sonrisas se van ampliando, no se comprenden, ni se entienden, pero un halo los envuelve cuando están juntos. Sus cuerpos se atraen, como un metal al imán. La canela de la hembra y el sudor que cae como perlas entre sus pechos redondos, grandes, hermosos. Se quedan mirando el mar, que los subyuga, que los envuelve en un tema de luz, de aire puro, de brisa cálida, que los rodea y abraza sus cuerpos. De nuevo ella se aleja, se retira con su bandeja en la cabeza, va esfumándose entre los cocotales, entre las palmeras que miran erguidas con sus hojas oscilantes al cielo. Él la mira desaparecer, y en su pecho va quedando un pequeño grito de nostalgia. El mar cambia de tono, desde el horizonte, se va llenado de un gris plomizo y va desapareciendo la claridad, poco a poco la noche va invadiendo todo a su paso. En las casas se van encendiendo las luces, algunos faroles amarillentos alumbran en las calles, iluminando el poste y un poco más, haciendo un circulo de luz en el pavimento. Desde lo lejos se ven como luciérnagas estáticas, sin ningún movimiento. La playa, ya esta oscura, el hombre enciende la hoguera, el amarillo anuncia las sombras que se ven alargadas y otras que parecen bailar a la luz de las llamas que oscilan con la brisa. Fiore E poi sei tu Picola Bella come Ricordo levitante Di speranzxe Germoliate Sulle mie palme Colme Di scorie del tempo Fiore Di cui voglio Ignorare i destini Germoliato0 eterno D’ ochhi infiniti Come L’ interminabile Tranparenza Del desiderio, (Borablu) El musiu no puede dormir, se sienta en el tronco del árbol, enciende otro cigarrillo, piensa, cavila, en su mente siente el aroma de la mujer, la ve caminado por entre la arena de la playa, a su lado el fuego oscila y traquetean las ramas, hay un quejido de la madera en su rápida trasformación. Mira dentro de sí y nota su soledad. Espera ansiosamente el amanecer.
Todo el día esperó, la mujer no apareció. Empieza la tarde a transformar la luz, el sol declina su color al rojizo que explota en el abismo y mancha de púrpura a las nubes y al mismo cielo\n Mira hacia todos los lados a ver si se cumple el deseo, solo verla lograría calmar su espíritu. A lo lejos una mancha en la orilla de la playa que se confunde con las palmeras, y escrutando bien hacia ese sitio, se logra observar un movimiento. Entre la angosta franja de la playa y las palmeras se adivina el paso cadencioso y parsimonioso de la hembra que viene en silencio poco a poco. Se sienta en el tronco seco a la orilla del mar, el agua moja sus pies delicadamente en un ir y venir fluctuante e incesante. El murmullo de las olas adormece a los dos que acercan sus hombros, tocándose en la piel y empiezan a mirar pasar el tiempo. Mirar tus ojos negros Espejo de tu interior Me veo en ellos Y me regocijo de felicidad Soy yo en tu mente Eres tu en la mía Y el trata de aprender, le exige a su mente rapidez, sabe que la mujer lo quiere, sabe de ella por sus suspiros, no la entiende, no comprende sus palabras ni ella las\n suyas, solo los une la sensación que llenas sus cuerpos y sus mentes en ese contacto que los va encendiendo en silencio. Observo tus luceros Dos negritos alborotados Y tus perlas al sonreír Llenas de mucho candor El color de tus mejillas Alegría veo en tus ojos Y el reflejo del amor Se toman de la mano, dos tono de piel, la una suave, cándida, fina, hermosa, la otra, se le nota las callosidades del marino, la sal y el tiempo. Y los labios se juntan... La noche, la luna , el mar, el preludio, la hoguera, el fuego que entibia, la brisa que acaricia, los cuerpos se calientan con el suave calor de las brasas. Y dos cuerpos están muy juntos y muy solos, en la soledad de la noche, donde las olas hablan en constante ritmo con palabras que incitan al abrazo de calor, de piel. Piel, que se junta en estrecho abrazo, conjunción de sentimientos, donde sobran las palabras... ,1]
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Todo el día esperó, la mujer no apareció. Empieza la tarde a transformar la luz, el sol declina su color al rojizo que explota en el abismo y mancha de púrpura a las nubes y al mismo cielo Mira hacia todos los lados a ver si se cumple el deseo, solo verla lograría calmar su espíritu. A lo lejos una mancha en la orilla de la playa que se confunde con las palmeras, y escrutando bien hacia ese sitio, se logra observar un movimiento. Entre la angosta franja de la playa y las palmeras se adivina el paso cadencioso y parsimonioso de la hembra que viene en silencio poco a poco. Se sienta en el tronco seco a la orilla del mar, el agua moja sus pies delicadamente en un ir y venir fluctuante e incesante. El murmullo de las olas adormece a los dos que acercan sus hombros, tocándose en la piel y empiezan a mirar pasar el tiempo. Mirar tus ojos negros Espejo de tu interior Me veo en ellos Y me regocijo de felicidad Soy yo en tu mente Eres tu en la mía Y el trata de aprender, le exige a su mente rapidez, sabe que la mujer lo quiere, sabe de ella por sus suspiros, no la entiende, no comprende sus palabras ni ella las suyas, solo los une la sensación que llenas sus cuerpos y sus mentes en ese contacto que los va encendiendo en silencio. Observo tus luceros Dos negritos alborotados Y tus perlas al sonreír Llenas de mucho candor El color de tus mejillas Alegría veo en tus ojos Y el reflejo del amor Se toman de la mano, dos tono de piel, la una suave, cándida, fina, hermosa, la otra, se le nota las callosidades del marino, la sal y el tiempo. Y los labios se juntan... La noche, la luna , el mar, el preludio, la hoguera, el fuego que entibia, la brisa que acaricia, los cuerpos se calientan con el suave calor de las brasas. Y dos cuerpos están muy juntos y muy solos, en la soledad de la noche, donde las olas hablan en constante ritmo con palabras que incitan al abrazo de calor, de piel. Piel, que se junta en estrecho abrazo, conjunción de sentimientos, donde sobran las palabras...
Solo besos, risas, gemidos y caricias, que\n rompen en un suspiro que se concilia con la brisa con los elementos, con el mar, con la noche.... Y en el amanecer, la gacela desaparece. El hombre la busca, mira a todas partes cree adivinar su figura entre los cocotales, pero es el silencio que se ríe. La trata de llamar, y un grito quedo queda en su garganta. Fuma , espera, el humo desaparece en un llameante consumo del cigarro, y enciende otro... Se desespera, ¿Dónde ir?¿Con quién hablar?¿Dónde estará? Esperar con ansiedad que aparezcas Y el palpitar se acentúa A cada paso que das Mil tropel de caballos Cuando te acercas Es mi corazón Que no puede más La ve venir, y su corazón se quiere salir de su cuerpo. Se abrazan, esta vez no lleva la bandeja, ni los dulces, viene con las manos vacías y las llena con las suyas. Y de la mano lo invita a seguirla, lo va guiando a entrar a un mundo nuevo en una nueva tierra. Ahora no hacen falta las\n palabras, los pensamientos se convierten en acciones, en hechos y las manos se entrelazan para guiarse mutuamente a una nueva vida a un nuevo porvenir saludos......,1]
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PÉREZ CARREÑO: Hijos de Dios


EL gran escenario de la hipocresía esta ya preparado para mí.
* * *
Mientras Teresa y algunas de sus hermanas me acicalan con premura, ella parece interrogarse sobre mis pensamientos en este trance, y su mirada intenta, sin éxito, horadar en las entrañas de tiempos pasados.
He cogido su mano entre las mías, pero sus dudas no parecen haber cesado. Una lágrima se ha deslizado por los surcos de sus 51 años, revitalizando el reseco pasado de sus emociones.
La conocí en Valladolid, hace 33 años, cuando la frescura de sus formas ponía contrapunto a las ropas que vestía. Desde entonces he encontrado en ella el refugio a mis más inconfesables pasiones.
* * *
Durante toda la mañana he tratado de hacer un repaso de cuanto he vivido hasta hoy, día en el que a mis 61 años me dispongo a alcanzar el umbral de la ironía. Pero todos mis intentos se detienen involuntariamente en una tarde del verano de 1.944, cuando el Padre Juan y yo regresábamos al pueblo tras oficiar misa de difuntos en una pedanía próxima.
Durante mis cinco años a su lado, él fue mi experimentado maestro e instructor en este complejo mundo de la mentira y la hipocresía.
Yo, su monaguillo, siempre estuve a su lado por expreso deseo de mi madre, quien creía vengarse así de aquellos que le dieron la espalda tras quedar embarazada con solo 15 años. Los malintencionados rumores siempre me supusieron hijo de un marchante de ganado que paso por el pueblo.
El Padre Juan nunca se canso de repetirme, con su habitual soberbia, que yo era hijo del pecado, y que mi vida debía ser un ejemplo de pureza y rectitud. Aunque no parecían advertirse en él esas virtudes, aficionado a recorrer los mundos que terminan por llenar de aire una botella.
* * *
El esperado momento esta pronto a llegar, y quienes me rodean comienzan a inquietarse. Solo Teresa parece mantener una sobrecogedora naturalidad.
Al entregarme un vaso de agua y las píldoras para la tensión, la firmeza de su mano me ha estremecido y preocupado. Ella me conoce bien, su apasionado amor por mí la llevo a convertirse en la perfecta amante, todo lo dio, y nunca nada pidió a cambio.
********************************
Bajo la atronadora tormenta de aquella tarde de verano, el empedrado camino parecía desdibujarse ante nuestros ojos. El Padre Juan detuvo el auto junto al viejo puente, que parecía agitarse por el azote de las torrenciales aguas. Descendió del vehículo, y se acercó a comprobar el estado de la estructura.
Desde el interior del automóvil, yo observé como él comenzó a recorrer el entablado superior, mientras los movimientos del limpia parabrisas, la intensa lluvia, y la lentitud con que se desplazaba, me hicieron creer que en verdad esta visionando una filmación, fotograma a fotograma.
Tras las primeras imágenes que le mostraban sujeto a la barandilla y pisando con fuerza cada uno de aquellos tablones, el Padre se detuvo y volvió la cara hacia mí con gesto preocupado. Después miró hacia el siguiente tablón, a la vez que con los dedos se frotaba la sien izquierda, un tic nervioso que nunca antes le había visto realizar. Mientras, agachado, inspeccionaba el estado de la madera, giró a uno y otro lado su cabeza, como anunciando que no iba a ser posible cruzar.
Cuando regresaba hacia el auto, con la mano fija en la barandilla y rostro angustiado, la filmación toco a su fin. Los últimos fotogramas mostraban un puente vacío y un tramo de barandilla desprendido.
Tardé unos segundos en comprender que la dramática secuencia correspondía al mundo real.
Bajé al río, llegando hasta la orilla, apenas a seis metros del risco al que el Padre Juan, herido, se aferraba con fuerza.
La crecida de las turbulentas aguas no tardaría en cubrirlo por completo, mientras él gritaba desesperado pidiéndome auxilio.
Cuando me disponía a socorrerle una fuerza interior detuvo mis actos. Me limité, sentado sobre una peña, a esperar poder contemplar la segunda parte del film.
El Padre Juan vociferaba, exigiéndome ayuda con su soberbia habitual.
Yo le miraba impasible, anhelando advertir en él un signo de humanidad.
Durante varios minutos, una vez había comprendido que jamás le auxiliara, se limitó a observarme con fijeza. Parecía reflexionar sobre su existencia, ajeno incluso al agónico destino que le acechaba. Yo, su discípulo, el hijo del pecado, me mostraba indiferente, e imaginaba si acaso su Dios se presentaría en aquel lugar para velar por su ennegrecida alma.
Un pequeño gorrión sobre la rama de un árbol permanecía inmóvil, como si observase cuanto ocurría, sin importarle la intensa lluvia que empapaba su cuerpo.
La resistencia del Padre parecía no tener límites.
Cogí unas cuantas piedras del suelo, y traté de amenizar la espera haciéndolas rebotar sobre las aguas.
Tuve la impresión de que el tiempo transcurría con extremada lentitud, mientras todo mi cuerpo comenzó a inundarse de sensaciones de paz, armonía, y belleza.
Cuando las fuerzas del Padre se agotaron, él miro hacía el cielo, y un instante antes de ser engullido por las aguas rompió su silencio con unas palabras envueltas en lágrimas.
********************************
Ya han abierto el balcón, y pueden escucharse los gritos de la multitud que espera mi presencia ante ellos.
El Cardenal Ansyeli, el mismo que tras la blanca fumata anunció mi nombre a la prensa, me ha recordado que trate de evitar el tic que me acompaña desde muy pequeño, esa manía de tocarme el la sien izquierda.
Con paso firme me dirijo a la cúspide del cinismo, donde entraré bajo el nombre de PIO XIII.
* * *
Mis pasos se han detenido bruscamente, no puedo seguir avanzando, un fuego abrasador recorre mis entrañas y acabo de darme cuenta de mi grave mal -el agua, el vaso de agua, Sor Teresa.
Desde el suelo, al que he caído desplomado, he visto posarse a un pequeño gorrión sobre la balaustrada del balcón, y he comprendido que él, Dios, estuvo allí aquella tarde de verano. Fue también testigo de las últimas palabras del Padre Juan -Ve morir a tu padre, y perdónale-, y desde entonces me ha acompañado, esperando el instante adecuado en que debía rendirle cuentas. Un instante propiciado por el brazo ejecutor de Teresa, Sor Teresa, siempre navegando en la inestable frontera de la fe, sobre las agitadas aguas de la pasión.
Teresa, con su rostro cubierto de lágrimas, se ha arrodillado junto a mí y, ante mis ojos, ha bebido del mismo vaso de agua que antes me ofreció.
Me siento abandonar este mundo, pero antes de que esto ocurra, he acariciado su mejilla y le he susurrado al oído- Te quiero-

08 enero 2007

VUBACHEPEC: Dolores Marín


I

Ya no oigo coyotes. Pronto Tinihual invocará mi compañía. Estoy resuelta pero los dioses aún me envían tareas; necesito a Panambi y Arapoty. Boca vacía, velos en ojos, piel rugosa y cansancio confirman vejez. El cerebro entremezcla vivencias que evoco yuxtapuestas. (A veces soy consciente). Las más antiguas se remontan a cuando trabajábamos sin cesar, con empeño para construir un clan.
Sabios, aquellos aventureros se instalaron aquí seducidos ante tal exuberancia de naturaleza. Habían escogido navegar el Intiguá gracias a su riqueza en peces carnosos, apreciables mientras fuera imposible exprimir esta tierra preñada por los dioses.
Valientes, dejaron mujeres y niños bajo promesa de llevarlos pronto; marcharon en canoas tras ese territorio que presagiaba paz y bienestar. Lejos quedaban caseríos y gentes al penetrar zonas con vegetación más y más compacta; cautela en ambas orillas, algún rayo solar se filtraba entre copas enlazadas de gigantescos árboles e incluso el cauce se volvió oscuro y espeso, casi estanco. Inquietos ante el silencio, pronto se sintieron vigilados por movimientos –como ráfagas zigzagueantes– entre la maleza próxima a una orilla; quienes fueran, les seguían. Un sopor inexorable apenas amortiguaba tanta angustia.
Temerosos, marcharon lentos hasta que una nueva luz alegró el aire, la corriente se agilizó como si reviviera, para imprimirles más fuerza y llegar al cruce donde un alboroto estallaba frenético. Supieron el camino a seguir por aquel laberinto acuoso, alcanzar al Intiguá, subirlo y escoger un claro vecino al monte, inmejorable tierra de cultivos. Ese terreno les prometía paz. Lo llamaron Camahuá.
Astutos, eligieron habitar la cima gracias a sus vistas ante posibles ataques repentinos; allí construyeron un templo en honor a Inti y chozas, mientras reservaban al cultivo zonas protegidas de los vientos, aptas para escalonar.

Nací rompiendo la paz nocturna y ciertas aves revolotearon sobre la casa, prueba que allí ocurría algo especial. El pueblo, experto en símbolos, se lanzó a conocerme y acompañar a mis padres. Por no ser varón, se festejó sólo una jornada.
Transcurrieron excesivas lunas sin tener hermanos; Ataplá lo interpretó como castigo de Viracocha y hasta no otorgarle nueve ofrendas, mi madre no tuvo su primer hijo varón, cuyo nacimiento celebramos durante ocho crepúsculos. Pasé los últimos tiempos sin hermanos en aquella pequeña choza que Tinihual levantara con troncos y viejas pieles, fascinación para niños.
Al llegar las cosechas, si eran buenas, agradecíamos a Inti con festejos: típicas danzas y canciones al son de instrumentos ancestrales, pisco a granel y, al acostarse Inti, la fiesta agonizaba. Entonces, cholas y jóvenes recogíamos enseres mientras llevábamos a rastras los pequeños que, exhaustos, yacían entre la maleza; sus hombres, ebrios, se abrazaban al subir la cuesta canturreando incomprensibles estrofas. Si eran malas, sacrificábamos llamas, guanacos o vicuñas, según la catástrofe.


Me llamo Arapoty, significa Primavera. Muy pequeña, mis papás me enviaron a Camahuá para criarme junto a los abuelos: libre. Los pájaros hablantes, de vistoso plumaje, se unían a la población infantil, participando en nuestros juegos. Ataplá nos tomaba por minúsculos dioses bicéfalos, que perseguía para venerar.
Poco a poco noté diferencias con los amigos, y un aluvión de preguntas salían por mi boca estrellándose en el aire sin respuesta: “¿Por qué tengo ojos redondos y piel más clara?, ¿por qué este pelo no es negro ni liso?, ¿por qué no están mis papás?, ¿por qué soy tan alta?”


I I

Tinihual divisó, a lo lejos, una enorme canoa subiendo el río. Esperó paciente, y al acercarse, vio muchos agujeros laterales de los que salían remos ¡solos! ¡Una canoa sin remeros! En Vubachepec, jamás había visto tal embarcación. Citó al pueblo en la plaza y, mientras abandonábamos nuestros quehaceres, observó actitud y ropas en aquellos viajeros. Eran muy extraños. La canoa tenía amplias enrolladas a palos verticales y del mayor colgaba un trapo con colores antagónicos: sol y fuego, vida y muerte.
La asamblea, detrás, eligió bajar a recibirlos. Yupanqui y Mancápac abrirían la marcha con el estandarte de Inti y algunos hombres fuertes. Ancianos, mujeres y niños nos protegimos en el templo, custodiado por jóvenes.


Remontar el río a partir de Camahuá se vuelve ardua tarea pues nace en una cumbre con agua blanca, tres montes más allá. Así, Tinihual nos previno al ver la gran canoa: forzosamente pararía aquí. En esta zona aún había paz; aquella visita provocó inestabilidad y confusión.
Nuestros valientes bajaron a la orilla a evitar matanzas y saqueos como ocurriera por otros terrenos de Vubachepec. Un temor inicial arrastró a la población más endeble a cobijarse en el templo. Allí, entre apretujones y un extraño silencio proveniente de fuera, triunfó la curiosidad sobre la sensatez, sus puertas se abrieron y una corriente humana –lenta y sigilosa—se dirigió a la cima, observatorio natural. Mujeres y niños –fascinados-- contemplamos aquel encuentro.


Una vez, Ataplá contó que mi papá vino en una canoa gigante, junto a otros señores. No eran de Vubachepec, ni siquiera guerreros; perdidos, con hambre y sed, hablaban raro.
Mi papá era el jefe de aquellos señores y charló con Tinihual; le enseñó un mapa inmenso y Vubachepec estaba pequeñito. El mundo es como una patata, ¡enorme! Para entenderlo imaginamos una hormiga en la palma de una mano. Giramos la mano y esa hormiga no se ve. Mi papá es la hormiga y llegó desde España, más allá del mar, que no termina en el horizonte, sigue hasta otro terreno. Mientras viajaban, nacieron varias lunas.

I I I

Por el Intiguá llegaron y cambió nuestra vida. Esa canoa expulsó, por un camino de troncos, hombres con piel sin color y extraños animales negros como noches sin luna. Los camahuenses observaban recelosos e invitándoles a luchar, levantaron las armas buscando sangre enemiga. Les atajó un torrente de palabras ininteligibles mientras sus interlocutores ponían en alto las manos vacías. El desconcierto abarcó la escena y, expectantes, ambos bandos avanzaron hacia un encuentro impreciso.
Camahuá era feliz, casi al margen del imperio. Llegaban pocas y escuetas noticias y provocábamos escasos conflictos. Conocíamos la presencia extranjera sin sospechar que visitaran lugares recónditos. Al verlos por el río, intuimos cambios irreversibles en nuestras vidas. Sin experiencia nos lanzamos a una lucha a muerte que, por fortuna, no trascendió. Ya nos habían vencido.


Pensé que aquellos hombretones no sabían hablar pues gesticulaban con grandes aspavientos, luego capté esa mímica como recurso de comunicación.
Extraños y autóctonos subieron a Camahuá y temerarios nos aproximamos al encuentro. Con los jóvenes delante, la marcha alcanzó al tropel de hombres (y bestias) que, temerosos, exploraban su entorno. Ocurrió lo inevitable: unos y otras mirábamos ávidamente. Las jóvenes, casi por instinto, nos arrimamos hasta rozarles y, en tal confusión, alcanzamos la plaza como una masa uniforme. Allí les agasajaron con tortitas y pisco, música y bailes. En ese clima festivo el aguardiente corría sin timidez y los foráneos se acercaban mientras magnetizadas les contemplábamos. Donde no era posible el lenguaje, reinaron las miradas: ardientes y curiosas, soñadoras ante lo incógnito.
Permanecieron varias semanas para trabajar en un continuo intercambio de técnicas: cultivos, arquitectura, telares... y, durante el ocio, paseaban con algunas muchachas. Gonzalo venía conmigo y, poco a poco, fuimos compenetrándonos. Bajo el beneplácito de nuestros progenitores, las elegidas marchamos con ellos.


Llegó a Camahuá en una elegante canoa, con habitaciones para jefes y remeros. No se ven, pero hay muchos; mientras unos reman, otros reposan. Reman sin parar porque tardan varias lunas en venir desde su terreno.
También hay caballos: tienen cuatro patas y corren con hombres encima, así no se cansan y un hombre solo avanza mucho camino. Siendo joven Tinihual, los hombres corrían veloces por Vubachepec y se relevaban para llevar noticias.
Mi papá se quedó un tiempo, enamoró a mi mamá y marcharon en la canoa. Allí nací y entonces vivimos en una ciudad rica. Mi papá tuvo que volver a España y me trajeron con los abuelos porque ese viaje era peligroso. Aquí fui feliz.
Una vez, la canoa volvió, los abuelos y yo estábamos muy contentos y en Camahuá hubo fiestas. Vinieron a buscarme, yo quería irme con ellos y los abuelos pero no fue posible y, por primera vez, sentí un dolor fuerte dentro del pecho y lloré. Volvería.


IV

Reunirnos fue instructivo para todos. Nos enseñaron que allende el mar hay más vida, supieron que vivimos a expensas del trabajo colectivo. Como obtenemos nuevas especies al mezclar tubérculos, igual surgirá una nueva vida común, para afrontar los desafíos impuestos por Viracocha. Permitimos marchar a nuestras hijas ante la ilusión de verlas felices en una tierra con progreso y libertad. Vivir es una experiencia irreversible.


Tinihual reveló mente clara al consentirme partir junto a Gonzalo. En lo esencial, ambos sufrimos fuertes cambios. Él: entender y fomentar la convivencia entre civilizaciones; yo sentí como si un huracán me arrancara de la tierra para integrarme a otro proyecto, tan diferente al de mis ancestros. Descubrir, razonar y asimilar no son tareas fáciles cuando se alteran los parámetros comparativos: las personas -como individuos- no varían su condición. Integrar ambos mundos sería tan difícil como necesario. Nada evitaría a Arapoty tener iguales alternativas que los europeos. Su generación iba a gobernar el porvenir y anhelábamos instruirla para tales circunstancias; se avecinaban tiempos duros.


Nuestro viaje a España llevó mucho tiempo y mirara hacia donde mirara, sólo veía agua. También tiburones --muy peligrosos-- y gaviotas. En el barco supe que a veces usan velas y otras remos, según haya viento o no. Si papá gritaba datos relativos a estribor o babor, algunos marineros corrían a trepar aquellos enormes palos para soltar o enrollar las velas. Entretenía verlos actuar. Me cambiaron las ropas, encarcelaron mis pies y tuve que acostumbrarme a comer con cubiertos y hablar otra lengua. Agobiaba tanta innovación.
Llegar al puerto me asustó, jamás había visto un muelle tan repleto y con tal griterío. Hombres, mujeres y niños ricamente engalanados; algunos se sentaban en anchas canoas separadas del suelo por enormes aros. Se unían a ellas tres caballos dispuestos a recibir órdenes para marchar al paso y arrastrarlas. Mientras salíamos, busqué amparo entre mis padres. Este país era inquietante.
Aprendí a leer y escribir como papá y a jugar en espacios pequeños con innecesarias reproducciones infantiles de objetos para adultos: los juguetes. Superada la novelería, extrañé aquella otra infancia: niños casi sin ropas ni zapatos correteando libres, en simbiosis con la naturaleza; dueños de un espacio y tiempo estáticos, sin normas y ajenos a intrigas y luchas por una existencia represiva.



Ya tengo quince años y voy a reencontrarme con abuela Ataplá y los míos. Tinihual marchó, no supo esperarme... Vuelvo otra, a una tierra también otra; reflexiva, con mente amplia y abierta a convivencias entre razas. Pertenezco a la primera generación de criollos; dos continentes se fusionan para imponerse el agresor, minoritario. Vubachepec sufre el penoso salto al mercantilismo y España tolera su voluntad autóctona por conservar su religión y costumbres. Sin embargo, las transformaciones seguirán su curso: siempre se impone el enfoque del vencedor. Vuelvo consciente para impulsar lo iniciado por mi padre y ayudar con los cambios de la forma menos penosa. Inti me ayudará.



SOLO: Rolando Revagliatti

Desde que me quedé solo decreció mi optimismo. (Riego malvones a la madrugada. Volveré al lecho. Hasta que aburrido me dejaré caer, y lograré así reaccionar, sobreponerme y encarar el día, si no laborable para mí, que eso nunca, al menos...) Los que ya no están, con cariño y con resignación, me instaban a la diurna vigilia.
¿Han contemplado a pájaros muriendo?... Yo los he contemplado. Corbatitas, jilgueros, chingolos..., despidiéndose a través de sonidos broncos y aislados, o de un piar chillón y sostenido.
Ya no me afeito ni me peino, no recito églogas en el salón principal ni ensayo formas de saludo frente al gran espejo del vestíbulo. No hay artilugio ni práctica conspicua que pudiera adquirir o conservar. Duermo ahora con los pies envueltos en una bufanda y bebo el té amargo, sin limón ni cognac. Claro está, no espero ser visitado ni socorrido, aun en circunstancias extremas. Desde que me quedé solo, soy, a simple vista, un hombre infeliz.

21 diciembre 2006

13 noviembre 2006

CUENTO DE OTOÑO: Charo Bolívar

Sant Narcís era un pueblecito situado en el fondo de un valle, que rebrotaba con la primavera desde los altos pastos de las montañas circundantes y se refrescaba en verano con las sonrisas de los niños, -vagabundos sin colegio-, por los campos. Sus casas estaban hechas de gruesas paredes de piedra, abrigando el calor del hogar prendido todo el invierno. En sus calles empedradas, se paseaban hacia el huerto los hombres con sus mulas y carretas; perros sin amos y gatos que aprovechaban los ratitos de sol para calentarse sobre los ladrillos cocidos. Las viejecitas con sus trajes negros acudían a misa de doce a la pequeña ermita, cuyos muros antiguos verdeaban con unas briznas de hierba aprovechando las pocas horas de luz. A las cuatro de la tarde, las altas montañas tapaban el valle y todo era entonces oscuro, una noche mágica en la que el humo de las hogueras ascendía como figuras espectrales hacia un cielo plagado de estrellas.

Pero aquel otoño, se volvió más frío que de costumbre. Grandes máquinas, con aliento de hierro aparecieron para recordarles que pronto deberían irse de allí. A los pocos ancianos que quedaban, les daba igual vivir y morir en aquel pueblo o en el que se estaba edificando en lo alto de la loma. Eso sí, exigieron que les construyeran un cementerio en el lugar más soleado y trasladaran allí los restos de sus parientes difuntos, puesto que para ellos su tierra, estaba allí donde yacían sus muertos.

El valle se cubrió de agua, un año más tarde. Desde sus casas apareadas, con calefacción y agua caliente, paneles solares, ventanas de aluminio Climalit y balcones con barrotes de forja, los ancianos miraban con cierta añoranza como el agua iba cubriendo, primero las casas más bajas, las calles, la mina, el dispensario, la taberna, el colegio, las balaustradas de madera cubiertas de geranios en primavera y por último la ermita de Sant Narcís. Todo desapareció, engullido por un manto marrón. Se inundaron los lugares sagrados donde habían sido bendecidos, uno a uno, los aldeanos que ahora miraban impasibles el agua ascender por las piedras centenarias. Todo aquello tenía una buena finalidad; proveer de agua a la gran ciudad y los buenos fines exigen a veces retribuciones ingratas. En poco tiempo, ya no quedaba nada visible de Sant Narcís Vell, y todos entraron a refugiarse en sus casas nuevas con paredes de pladur y suelo de gres catalán.

Pere había nacido en Sant Narcís Vell, “–Hacía ya... ¿más de cuarenta años?”- pensaba sentado bajo un árbol mirando el aspecto sereno del agua al atardecer. Cuando tenía siete años, su madre le enviaba a pastorear las vacas a lo alto de la montaña y desde allí divisaba el pueblo, justo desde el mismo sitio donde estaba sentado. La encina que le daba sombra, había ido abriendo sus ramas mientras él se levantaba centímetro a centímetro del suelo. Y el riachuelo, serpenteante, había amainado su sonido con el paso del tiempo. Creció contemplando el pueblo desde arriba y ahora era el pueblo el que le observaba desde lo alto de la loma. Miró hacia atrás mientras las casas iban abriendo sus ojos a la noche y suspiró. Un suspiro largo que le trajo aroma a pan recién horneado.

Pere no era muy inteligente, todos en el pueblo lo sabían. Cuando vivían en Sant Narcís Vell a nadie le importaba demasiado su aspecto de dejadez, ni que cantase canciones por la calle en voz alta o que hablase a las palomas imitando su arrullo. Pero en Sant Narcís Nou, era diferente. Las calles adoquinadas y arboladas, con indicaciones de no llevar a los perros sueltos, y setos delimitadores de los pocos espacios verdes entre casa y casa, no parecía tener mucha concordancia con el hecho de que Pere llevase los pantalones medio rotos y orinase en las esquinas delante de los niños que, ahora huían horrorizados, cuando antes hacían lo mismo que él. Consideraba que él no había crecido como los demás y aún se permitía el lujo de hacer las mismas cosas que hacia cuando era un chiquillo.

A pesar de todo, los viejos habían ido muriendo y Sant Narcís Nou se iba poblando de personajes que dejaban sus primeras residencias en la gran ciudad. Con ellos se hacían más casas, más cemento se esparcía sobre la tierra parda de las montañas. Las casas guardaban un aspecto similar a las que tenían las del pueblo viejo, piedra y madera, pero dentro de ellas latía un corazón más urbano y cosmopolita.

Aquella tarde le habían echado del súper por que tenía las manos sucias y no podía tocar los productos con tanta roña en los dedos.

– Ve a lavarte, guarro – la había gritado la señora Montserrat estirando su moño hacia arriba –. No entres más aquí con esas uñas de mierda.

Se miró las manos y pensó que quizás si que estaban un poco sucias. Había estado buscando gusanos para pescar y como siempre, se las había fregado en los pantalones de pana. El riachuelo le condujo al pantano, y allí sentado, al borde del agua perdió la noción del tiempo sin que por su cabeza circulara pensamiento alguno. En un momento, ya no se acordaba de que le habían echado del súper ni por que. Allí estuvo sentado hasta que la luna salió por un horizonte blanco e inmenso.

Introdujo las manos en el agua y se preguntó porque la luna la calentaba más que lo hacia el sol si éste brillaba con más fulgor. No lo entendía, como había tantas cosas complicadas que pronto se le iban de la cabeza. Sin darse cuenta, se vio arropado por un airecillo tenue que hacia mover las hojas de los árboles delicadamente y le susurraba palabras al oído.

–Pere...–escuchó una voz armoniosa que le llamaba.

Volvió la cabeza a ambos lados para buscar de donde provenía aquella misteriosa voz, pero no vio a nadie. De nuevo cerró los ojos y la voz se tornó más intensa.

–Pere...eres tan descuidado como cuando traías las vacas a la montaña y las
dejabas pastar a su aire, mientras echabas tu siesta recostado allí.

Abrió los ojos rápidamente y vio una hermosa joven que le señalaba el árbol bajo el que sentaba cuando iba a pastorear.

La miró sorprendido intentando recordarla pero no era como las muchachas del pueblo. No había ninguna joven tan hermosa en Sant Narcís Nou. La recordaría sin duda si alguna vez la hubiera visto antes.

–No te conozco... –le respondió levantando la cabeza con desconfianza - ¿Cómo
sabes que llevaba vacas?

La Joven se sentó a su lado, dejando bañar sus pies desnudos en la orilla del agua.

–Te veía muchas veces desde abajo sentado en la roca cuando solo eras un niño. A
veces subían los chicos del pueblo y les perseguías porque te decían que eras
tonto, después te costaba bastante trabajo reunir de nuevo a las vacas.
Pere
pensó que se trataba de una de aquellas niñas que le miraban de lejos con
expresión de miedo.

- ¿Te fuiste del pueblo?– le preguntó con extrañeza.

Nunca antes una chica había conversado con él y trató de esconder las manos sucias. Ella tenía el pelo largo, claro, sedoso y una mirada resplandeciente. No sabía muy bien porqué, pero aquella joven le evocaba recuerdos de su antiguo pueblo. La miraba a los ojos y creía oír las voces de los niños correteando por sus calles, apreciar el olor a la leña quemada que emanaba de las chimeneas, oler la comida recién hecha…

– ¡Siempre estuve aquí! –exclamó la joven mirando hacia las aguas profundas y
turbias del pantano – Recuerdo cuando te escapabas del colegio y corrías a
esconderte en las cuadras detrás de las vacas para que no te encontraran.
Pere la miraba boquiabierto, él nunca supo que alguien hubiera descubierto
su escondite.

La muchacha le recordó también los veranos bajo el sol y los días de fiesta en que su madre le vestía con un traje limpio que guardaba de domingo a domingo y le llevaba a la ermita para escuchar misa. Resultaba extraño, porque sin decir una sola palabra ella le evocaba todos esos recuerdos.

Estuvieron sentados a la orilla del pantano casi hasta el alba, en silencio, Pere pensó que estaba soñando, pero cuando el sol empezó a despuntar en un horizonte violeta, ella dijo que se tenía que ir.

– ¿Volveremos a vernos?– le preguntó Pere entusiasmado por el reencuentro.

En su interior sabía que sí volvería a verla.

– Yo siempre estoy a aquí, en el pantano.

Pere la vio marcharse caminando cerca de la orilla en dirección contraria a Sant Narcís Nou.

Volvió a las calles nuevas y asfaltadas de la localidad con el rostro resplandeciente, ¡ era la primera vez que una muchacha se sentaba junto a él ! Había pedido ese deseo tantas veces mientras disparaba piedrecillas al agua y miraba las hondas que se formaban, que ya lo había dado por perdido. El corazón le latía con fuerza y en el estómago sentía un cosquilleo nervioso. La gente que se cruzaba con él le miraba como siempre con gesto de desdén; los chicos con risas socarronas al señalarle los pantalones de pana empapados hasta la rodilla y el jérsey raído; y esta vez si que sintió un leve sonrojo.

Había estado pensando todo el día en ella, por eso aquella tarde se duchó en su cobertizo, refugio de vacas y que había transformado en su casa. Seleccionó de un arcón la ropa que ponerse, aunque casi toda tenía algún descosido o alguna mancha; fue desperdigando pantalones y camisas por el suelo hasta que encontró lo que le pareció apropiado. Después se peinó de lado, ayudándose con un poco de agua dejó el pelo bien prieto y se miró al espejo:

–Estoy diferente –, pensó, se parecía más a la gente que siempre le atosigaba
con sus malas caras y sus sermones.

Así que ya podía salir a la calle para reunirse de nuevo con la muchacha del pantano.

Anochecía. Algunas personas cansadas caminaban por las calles, él andaba con pasos cortos y cierto pudor al ver que la gente bromeaba de su aspecto.

– Pere ¿vas a una boda o algo así? –le dijo uno.

– Vete a dormir la mona un rato – protestó airadamente, para que viesen que
seguía siendo el mismo.

Cuando llegó al pantano se sentó en el mismo lugar, sin importarle las horas que debiera pasar allí. Se tocó el pelo para ver si aún continuaba bien puesto y esperó, mientras observaba las aguas complacientes bañadas por los destellos de la luna. No se dio cuenta por donde había venido, pero allí estaba de nuevo mirándolo con una sonrisa, que le pareció más bella que el día anterior. Su silueta resplandecía entre aquel paraje como si formarse parte de la naturaleza. Se había vestido de fiesta, como él, con un traje blanco de gasa que danzaba con ligeros movimientos. Formaban una buena pareja.

– ¡Qué pronto has venido hoy! – exclamó la joven.

– Sí –respondió únicamente, un poco trastornado por la emoción, mirándola
perplejo como si estuviese viendo una alucinación.

Ella le extendió su mano y él se levantó para cogerla. Cuando rozó su piel notó como si un enjambre de mariposas revoloteara dentro de él y nublaran su vista. Entonces se vio dentro de las calles de su antiguo pueblo; unos niños corrían gritando algo mientras sus risas se escuchaban desde los balcones cargados de flores. Reconoció a uno de ellos, era Pau, ese que en Sant Narcís Nou iba siempre con la cabeza muy alta, le miraba como si no le conociese y nunca sonreía. Pero en Sant Narcís Vell, Pau si que reía con fuerza, jugando al escondite con sus amigos, escondiéndose en los pórtales.

Luego vio a un grupo de ancianas que al atardecer sacaban las sillas a la entrada de sus casas y hablaban distendidamente unas con otras. Olió el agradable aroma de castañas asadas que emanaba de una de las chimeneas y se esparcía por todos los sitios, mientras las campanas de la ermita anunciaban que se acercaba la noche de difuntos. ¡Qué bien! Todos prepararían aquellos pastelillos de almendra y piñones y asarían boniatos y calabaza para cenar.
Y se vio a si mismo andando sobre el camino empedrado dirigiendo a las vacas hacia el establo, mientras se cruzaba con sus vecinos que lo saludaban amablemente

– ¡Buenas noches, Pere! ¿Cómo está tu madre?

– Es... es... está mejor, gracias – tartamudeaba si se trataba del maestro o del
cura quien le preguntaba.

Volvía a casa, al calor de la chimenea que su madre mantenía siempre encendida y su casa olía a sopa y a pan. Mamá estaba siempre al lado calentándose la espalda dolorida y meciéndose en una butaca de madera. Las noches de otoño eran frías en Sant Narcís Vell, pero era un frío más arropado al calor del hogar. Estar en casa, al lado de su madre y sintiendo la mano de aquella joven que le acompañaba hacia esos lugares le hacia sentir una felicidad que había desaparecido engullida por el agua.

– ¿Quién es esa joven?– preguntó mamá con una gran sonrisa.

– Es Bibiana- dijo Pere. Sin saber porque sabía su nombre sin habérselo
preguntado – La joven del pantano.

Pere a pesar de sus cortas luces comprendió que la joven no era más que el alma de su viejo pueblo, resplandeciente, bello, entrañable y feliz. De sus ojos emanaba toda la luz y la fuerza del valle, verde como el jade y sus labios rojos eran el ímpetu con que resistían sobre la tierra las piedras, enraizadas al suelo mientras las algas y los peces se hacían dueños de puertas y ventanas. Bibiana siempre había estado allí, y le había aceptado como era. Nunca se había burlado de él porque sus almas eran una sola, un solo corazón que palpitaba entre Sant Narcís Vell y Sant Narcís Nou. Supo que no estaba solo, que nunca había estado solo y nunca más volvería a estarlo.

A Pere nadie volvió a verlo en Sant Narcís Nou.

Durante algunos días se rastreó el pantano, porque pensaron que se podía haber suicidado desesperado por la mala vida que llevaba, incluso celebraron un funeral al que acudió casi todo el pueblo. Todos hablaron de lo buena persona que era y su manera ejemplar de tratar a los niños y a los ancianos, a pesar de su retraso mental. Algunos confesaron sus sentimientos de culpa por no haber hecho nada para evitar que viviera solo en un cobertizo de vacas tras la muerte de su madre.

Le recordaron con el cariño que solo se manifiesta a los muertos.

Los días se volvieron más oscuros, la noche se alargaba entretejiendo las hojas que caían de los árboles para formar una alfombra que tapizaba el suelo. Los niños volvían pronto a sus casas y miraban la televisión hasta la hora de irse a dormir. Las casas cerraban, poco a poco sus ojos y por las calles desiertas circulaba un viento que provenía del pantano. Si alguien se hubiese dedicado a escuchar, hubiese podido percibir unos pasos tenues sobre las hojas caídas a la orilla del pantano y la silueta de una muchacha resplandeciente en la fría noche de otoño.

Cuentos a Cuatro Manos
© 2005 Charo Bolívar - Carmen Sánchez




06 noviembre 2006

LAS LUCES DE LA ESPERANZA (Juan Pérez Carreño), autor del fantástico libro "DESPUÉS DE DIOS"


Llevamos más de seis horas a la deriva, y el miedo se dibuja en cada uno de nuestros rostros.
Los intentos por sellar la vía de agua han fracasado. En apenas unos minutos las oscuras aguas pondrán fin a los sueños de estos hombres.
Tal vez alguno de los jóvenes logre alcanzar a nado la costa. Su orilla, casi inalcanzable, se adivina bajo las lejanas luces del horizonte. ¡Yo no lo conseguiré!

* * *

Desde que embarcamos, el fuerte viento de Poniente nos azota sin compasión.
Junto a la proa se hacinan los cuerpos de quienes no han podido soportar la extenuante travesía. Su visión resulta espeluznante.

* * *

En mi regazo duerme una pequeña de apenas un año. He conseguido calmarla, pues no dejaba de llorar desde que comenzó a helarse el cadáver de su madre, al que se abrazaba con fuerza.
Viendo el dulce rostro de esta princesa de los desventurados, mi corazón se sobrecoge.

* * *

Recuerdo cómo, hace sólo tres semanas, supliqué a mi Director poder realizar este reportaje.
Como Redactor de Sucesos, son innumerables las veces en las que he debido referirme a quienes la muerte aguardaba en estas aguas.
Solo deseaba ser testigo de las inquietudes de estos hombres, pero desconocía que el destino me haría a mí también protagonista de sus peores pesadillas.
Mañana, yo ocuparé un lugar en las páginas de mi Diario, y no será el de Redactor.

* * *
Cuántos sueños de un mañana mejor han quedado atrapados para siempre en las profundidades de este Estrecho. El Estrecho de la Vergüenza.

Vergüenza de pertenecer a un mundo que, impasible, asiste al holocausto de la esperanza.

* * *

Una joven embarazada no deja de hablar en silencio, y su mano, temblorosa por el intenso frío, acaricia el imaginario rostro de su hijo.

* * *

Uno de los jóvenes, quizás el más fuerte, reza en voz alta, mientras, con la mirada perdida, aprieta contra su pecho una estampa religiosa.
Antes del inevitable fin que se avecina, entregaré a este joven las pocas líneas que escribo. Tal vez él sobreviva, y estos pocos folios puedan ser publicados para sonrojo de quienes los lean.

* * *

Durante la travesía, he sorprendido varias miradas esquivas de una bellísima y tímida joven. Una ninfa de no más de quince años, cuya dulce faz resplandece con luz propia en la oscuridad de esta noche de tinieblas. Parecía interrogarse sobre mi presencia aquí, la de un hombre de la otra orilla. Incluso creo que ha llegado a preguntar sobre mí a quienes se sientan a su lado, perpleja, quizás, por mi temerario atrevimiento.
Ella desconoce el sin sentido de mi vida. Una larga e insignificante existencia, basada únicamente en el biológico principio de la supervivencia.
Sin esposa, ni hijos, decidí tomar por primera vez las riendas de mi destino. Quería saber qué sienten quienes afrontan el riesgo de terminar siendo sólo uno más de los desaparecidos en este lugar.
Los náufragos de estas aguas ocupan a diario el tiempo del viejo y mediocre periodista fracasado que yo represento, relegado desde hace años a las páginas de sucesos y esquelas. Un frustrado escritor, cuyo sustento lo obtiene de ensangrentados dramas como el que esta a punto de suceder.

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Siento no conocer la lengua de estas gentes. No consigo entender lo que se dicen entre ellos, mientras permanecen abrazados unos a otros. Parece que el estar unidos les diese fuerzas para afrontar con mayor resignación la verdadera travesía que están a punto de iniciar, la del estrecho instante de la muerte.

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Qué triste resulta meditar sobre la sinrazón de nuestra especie.

Estremece pensar cómo, hasta finales del 2030, éramos nosotros los que tratábamos de alcanzar la orilla contraria, y ahora, en cambio, cincuenta años después, tras la Gran Recesión y el Declive de Occidente, los que se hacinan en esta vieja embarcación tienen nombres como los de Juan, José, María o Mercedes.

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El agua ha alcanzado ya mis rodillas, dentro de muy poco todo habrá acabado.

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Los brazos de la joven embarazada se han entrelazado en torno a su vientre, como tratando de arropar a su hijo.

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Desde que comencé a rellenar estos folios, la radiante ninfa, olvidando su timidez, no ha dejado de mirarme con fijeza. Y de repente, como iluminada por la anticipada gratitud de quienes algún día emprenderán este mismo camino, rumbo a la esperanza, se ha aproximado a mí, y me ha besado suavemente la mejilla.
El leve roce de sus labios ha dado, al fin, sentido a mi vida, y ha fulminado mis miedos al inevitable e inminente destino que me acecha.

* * *
La embarcación comienza a escorarse. En unos segundos me reuniré con aquellos a quienes me he referido cada día desde las páginas de mi Diario.

* * *

El joven, cuyas plegarias no cesan, acaba de entregarme la estampa, y me ha pedido, con gestos, que la introduzca en las ropas de la pequeña que duerme entre mis brazos. Ella descasa plácidamente, ajena al drama que esta a punto de suceder.
La estampa corresponde a una fotografía de la Virgen del Mar, quizás patrona del lugar de procedencia del joven.
Mientras trataba de colocar la imagen de esta Virgen sobre el pecho de la pequeña, acabo de leer, casi sin querer, el nombre que aparece en la medalla que esta princesa lleva al cuello, Esperanza Assif García… ¿Assif?
Un presentimiento me dice que una parte de esta bella criatura realiza un viaje de retorno.
Una segunda y última travesía.

Tal vez su nombre, Esperanza, sea un presagio.
Esperanza, ¡Esperanza de que algún día las conciencias se rebelen y pongan fin a tanta estupidez!

Omar Amasáis, pour
L´Informatión (Marrakech)

CALIDAD DE VIDA (Adolfo Ruiz)

Giró hacia el otro lado y cubrió su cabeza con las sábanas que aún emanaban los olores de la desbocada madrugada, pero resulto inútil. Los penetrantes rayos del amanecer le martilleaban las pupilas anunciándole que en dos horas partiría su vuelo.

* * *

Cada nueva convención le permitía dar rienda suelta a sus instintos y escapar de su cárcel de bienestar, ésa que algunos llaman calidad de vida.

No había congreso de odontólogos al que no asistiese, a pesar de considerarles unos seres inmorales, pues opinaba que era del todo imposible que alguien en su sano juicio tuviese semejante vocación.

* * *

Miró hacia el otro lado de la cama para contemplar una vez más el desnudo cuerpo de su noche de pasión, una angelical y jovencísima mulata que aún permanecía sumida en un profundo sueño. Luego recordó cómo aquella venus color canela le había hecho navegar por las más delirantes y salvajes entrañas del placer hasta ascender a cumbres del éxtasis nunca antes exploradas.

* * *

Dejó los cien dólares sobre la cómoda, cincuenta más del precio acordado, y abandonó la habitación del hotel en silencio, como no queriendo devolver a la realidad a quien tan lejos le había conducido.

* * *

En el la zona de embarque no podía evitar pensar en su negra y rizada cabellera, y en cómo ésta parecía trazar dibujos imposibles cuando el fragor de sus rítmicos y depredadores movimientos anunciaban la inminencia del clímax final.

* * *

Ya en el avión, se sintió inundado por imágenes de su cotidiana existencia. Pensó en su maravillosa y cariñosa esposa, un templo de virtudes de la mujer de nuestro civilizado tiempo. También reflexionó sobre su único hijo, quien convertido en skin desde hacia varios años, sólo pasa por casa para pedirle dinero y llamarle hipócrita.


* * *

El revuelo que armó para abortar el despegue podría haber provocado su detención, pero su condición de turista de clase “A” le permitió abandonar a toda prisa la nave sin excusa alguna.


Mientras corría por la pista, ajeno a la lluvia que le empapaba, aflojó el nudo de su corbata como quien se despoja de la pesada carga de millones de años de evolución.

* * *

El recepcionista le dijo que no sabía nada de la venus color canela y que nunca antes la había visto. También contó que ella entregó algo que el turista había dejado al parecer olvidado, para que se lo devolviesen.

* * *

Desde hace más de tres meses deambula por garitos de la bahía tratando de encontrarla, pero parece que nadie sabe de ella.

Tal vez, le dijo un anciano, procediese de un poblado del interior, uno de esos que se ocultan bajo la densa jungla. Lugares donde, según cuentan, aún perviven ancestrales creencias que veneran a las diosas del placer, divinidades capaces de adoptar forma humana y andar entre nosotros sin ser descubiertas.

Algunos, ya cansados de sus preguntas, le dicen que quizás todo fue el sueño de una noche de borrachera, pero él les responde que no es cierto y se aferra a algo que lleva entre sus manos, un sobre con 100 dólares.

04 noviembre 2006

ADELAIDA (Manel Mora)

...Yo lo veo todo muy claro, es el resto del mundo quien está ciego... Adelaida repite una y otra vez esta cantinela. Se detiene. Mira a los transeúntes fijamente a los ojos. Reproduce con monótono ritmo la cantinela, ...Yo lo veo todo muy claro, es el resto del mundo quien está ciego... mientras una imperceptible sonrisa se desliza en el brillo de sus ojos. ¡Pobre mujer! ¡Claro!, un trauma. ¡Está ida! Hay más fuera que dentro. Adelaida mira sin escuchar. Su voz adquiere un aire de certeza desconcertante. Hummm... está ciego. Los caminantes se enraciman haciendo muecas y mirándose con sonrisas displicentes. Sí, sí,.. ciego. El círculo se agranda. Cada minuto, se añade un rostro más. Se ha convertido en una enorme máscara. ¿Qué te pasa, vieja? La pregunta retumbó en el interior de la máscara. Adelaida no responde. Va dando vueltas tarareando un largo e incomprensible monólogo. Dan las doce. Los labios chirrían. Sudorosas blasfemias penden de torsos pringosos sobre un paisaje de hombros. ¿Qué te pasa, vieja? Adelaida no responde. Cierra los ojos. Sonríe suavemente. La máscara pone expresión de ángel anómalo. Hummm ...ciego... Silencio. Los zuecos de Adelaida resuenan en las baldosas.
 
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