I
Ya no oigo coyotes. Pronto Tinihual invocará mi compañía. Estoy resuelta pero los dioses aún me envían tareas; necesito a Panambi y Arapoty. Boca vacía, velos en ojos, piel rugosa y cansancio confirman vejez. El cerebro entremezcla vivencias que evoco yuxtapuestas. (A veces soy consciente). Las más antiguas se remontan a cuando trabajábamos sin cesar, con empeño para construir un clan.
Sabios, aquellos aventureros se instalaron aquí seducidos ante tal exuberancia de naturaleza. Habían escogido navegar el Intiguá gracias a su riqueza en peces carnosos, apreciables mientras fuera imposible exprimir esta tierra preñada por los dioses.
Valientes, dejaron mujeres y niños bajo promesa de llevarlos pronto; marcharon en canoas tras ese territorio que presagiaba paz y bienestar. Lejos quedaban caseríos y gentes al penetrar zonas con vegetación más y más compacta; cautela en ambas orillas, algún rayo solar se filtraba entre copas enlazadas de gigantescos árboles e incluso el cauce se volvió oscuro y espeso, casi estanco. Inquietos ante el silencio, pronto se sintieron vigilados por movimientos –como ráfagas zigzagueantes– entre la maleza próxima a una orilla; quienes fueran, les seguían. Un sopor inexorable apenas amortiguaba tanta angustia.
Temerosos, marcharon lentos hasta que una nueva luz alegró el aire, la corriente se agilizó como si reviviera, para imprimirles más fuerza y llegar al cruce donde un alboroto estallaba frenético. Supieron el camino a seguir por aquel laberinto acuoso, alcanzar al Intiguá, subirlo y escoger un claro vecino al monte, inmejorable tierra de cultivos. Ese terreno les prometía paz. Lo llamaron Camahuá.
Astutos, eligieron habitar la cima gracias a sus vistas ante posibles ataques repentinos; allí construyeron un templo en honor a Inti y chozas, mientras reservaban al cultivo zonas protegidas de los vientos, aptas para escalonar.
Nací rompiendo la paz nocturna y ciertas aves revolotearon sobre la casa, prueba que allí ocurría algo especial. El pueblo, experto en símbolos, se lanzó a conocerme y acompañar a mis padres. Por no ser varón, se festejó sólo una jornada.
Transcurrieron excesivas lunas sin tener hermanos; Ataplá lo interpretó como castigo de Viracocha y hasta no otorgarle nueve ofrendas, mi madre no tuvo su primer hijo varón, cuyo nacimiento celebramos durante ocho crepúsculos. Pasé los últimos tiempos sin hermanos en aquella pequeña choza que Tinihual levantara con troncos y viejas pieles, fascinación para niños.
Al llegar las cosechas, si eran buenas, agradecíamos a Inti con festejos: típicas danzas y canciones al son de instrumentos ancestrales, pisco a granel y, al acostarse Inti, la fiesta agonizaba. Entonces, cholas y jóvenes recogíamos enseres mientras llevábamos a rastras los pequeños que, exhaustos, yacían entre la maleza; sus hombres, ebrios, se abrazaban al subir la cuesta canturreando incomprensibles estrofas. Si eran malas, sacrificábamos llamas, guanacos o vicuñas, según la catástrofe.
Me llamo Arapoty, significa Primavera. Muy pequeña, mis papás me enviaron a Camahuá para criarme junto a los abuelos: libre. Los pájaros hablantes, de vistoso plumaje, se unían a la población infantil, participando en nuestros juegos. Ataplá nos tomaba por minúsculos dioses bicéfalos, que perseguía para venerar.
Poco a poco noté diferencias con los amigos, y un aluvión de preguntas salían por mi boca estrellándose en el aire sin respuesta: “¿Por qué tengo ojos redondos y piel más clara?, ¿por qué este pelo no es negro ni liso?, ¿por qué no están mis papás?, ¿por qué soy tan alta?”
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Tinihual divisó, a lo lejos, una enorme canoa subiendo el río. Esperó paciente, y al acercarse, vio muchos agujeros laterales de los que salían remos ¡solos! ¡Una canoa sin remeros! En Vubachepec, jamás había visto tal embarcación. Citó al pueblo en la plaza y, mientras abandonábamos nuestros quehaceres, observó actitud y ropas en aquellos viajeros. Eran muy extraños. La canoa tenía amplias enrolladas a palos verticales y del mayor colgaba un trapo con colores antagónicos: sol y fuego, vida y muerte.
La asamblea, detrás, eligió bajar a recibirlos. Yupanqui y Mancápac abrirían la marcha con el estandarte de Inti y algunos hombres fuertes. Ancianos, mujeres y niños nos protegimos en el templo, custodiado por jóvenes.
Remontar el río a partir de Camahuá se vuelve ardua tarea pues nace en una cumbre con agua blanca, tres montes más allá. Así, Tinihual nos previno al ver la gran canoa: forzosamente pararía aquí. En esta zona aún había paz; aquella visita provocó inestabilidad y confusión.
Nuestros valientes bajaron a la orilla a evitar matanzas y saqueos como ocurriera por otros terrenos de Vubachepec. Un temor inicial arrastró a la población más endeble a cobijarse en el templo. Allí, entre apretujones y un extraño silencio proveniente de fuera, triunfó la curiosidad sobre la sensatez, sus puertas se abrieron y una corriente humana –lenta y sigilosa—se dirigió a la cima, observatorio natural. Mujeres y niños –fascinados-- contemplamos aquel encuentro.
Una vez, Ataplá contó que mi papá vino en una canoa gigante, junto a otros señores. No eran de Vubachepec, ni siquiera guerreros; perdidos, con hambre y sed, hablaban raro.
Mi papá era el jefe de aquellos señores y charló con Tinihual; le enseñó un mapa inmenso y Vubachepec estaba pequeñito. El mundo es como una patata, ¡enorme! Para entenderlo imaginamos una hormiga en la palma de una mano. Giramos la mano y esa hormiga no se ve. Mi papá es la hormiga y llegó desde España, más allá del mar, que no termina en el horizonte, sigue hasta otro terreno. Mientras viajaban, nacieron varias lunas.
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Por el Intiguá llegaron y cambió nuestra vida. Esa canoa expulsó, por un camino de troncos, hombres con piel sin color y extraños animales negros como noches sin luna. Los camahuenses observaban recelosos e invitándoles a luchar, levantaron las armas buscando sangre enemiga. Les atajó un torrente de palabras ininteligibles mientras sus interlocutores ponían en alto las manos vacías. El desconcierto abarcó la escena y, expectantes, ambos bandos avanzaron hacia un encuentro impreciso.
Camahuá era feliz, casi al margen del imperio. Llegaban pocas y escuetas noticias y provocábamos escasos conflictos. Conocíamos la presencia extranjera sin sospechar que visitaran lugares recónditos. Al verlos por el río, intuimos cambios irreversibles en nuestras vidas. Sin experiencia nos lanzamos a una lucha a muerte que, por fortuna, no trascendió. Ya nos habían vencido.
Pensé que aquellos hombretones no sabían hablar pues gesticulaban con grandes aspavientos, luego capté esa mímica como recurso de comunicación.
Extraños y autóctonos subieron a Camahuá y temerarios nos aproximamos al encuentro. Con los jóvenes delante, la marcha alcanzó al tropel de hombres (y bestias) que, temerosos, exploraban su entorno. Ocurrió lo inevitable: unos y otras mirábamos ávidamente. Las jóvenes, casi por instinto, nos arrimamos hasta rozarles y, en tal confusión, alcanzamos la plaza como una masa uniforme. Allí les agasajaron con tortitas y pisco, música y bailes. En ese clima festivo el aguardiente corría sin timidez y los foráneos se acercaban mientras magnetizadas les contemplábamos. Donde no era posible el lenguaje, reinaron las miradas: ardientes y curiosas, soñadoras ante lo incógnito.
Permanecieron varias semanas para trabajar en un continuo intercambio de técnicas: cultivos, arquitectura, telares... y, durante el ocio, paseaban con algunas muchachas. Gonzalo venía conmigo y, poco a poco, fuimos compenetrándonos. Bajo el beneplácito de nuestros progenitores, las elegidas marchamos con ellos.
Llegó a Camahuá en una elegante canoa, con habitaciones para jefes y remeros. No se ven, pero hay muchos; mientras unos reman, otros reposan. Reman sin parar porque tardan varias lunas en venir desde su terreno.
También hay caballos: tienen cuatro patas y corren con hombres encima, así no se cansan y un hombre solo avanza mucho camino. Siendo joven Tinihual, los hombres corrían veloces por Vubachepec y se relevaban para llevar noticias.
Mi papá se quedó un tiempo, enamoró a mi mamá y marcharon en la canoa. Allí nací y entonces vivimos en una ciudad rica. Mi papá tuvo que volver a España y me trajeron con los abuelos porque ese viaje era peligroso. Aquí fui feliz.
Una vez, la canoa volvió, los abuelos y yo estábamos muy contentos y en Camahuá hubo fiestas. Vinieron a buscarme, yo quería irme con ellos y los abuelos pero no fue posible y, por primera vez, sentí un dolor fuerte dentro del pecho y lloré. Volvería.
IV
Reunirnos fue instructivo para todos. Nos enseñaron que allende el mar hay más vida, supieron que vivimos a expensas del trabajo colectivo. Como obtenemos nuevas especies al mezclar tubérculos, igual surgirá una nueva vida común, para afrontar los desafíos impuestos por Viracocha. Permitimos marchar a nuestras hijas ante la ilusión de verlas felices en una tierra con progreso y libertad. Vivir es una experiencia irreversible.
Tinihual reveló mente clara al consentirme partir junto a Gonzalo. En lo esencial, ambos sufrimos fuertes cambios. Él: entender y fomentar la convivencia entre civilizaciones; yo sentí como si un huracán me arrancara de la tierra para integrarme a otro proyecto, tan diferente al de mis ancestros. Descubrir, razonar y asimilar no son tareas fáciles cuando se alteran los parámetros comparativos: las personas -como individuos- no varían su condición. Integrar ambos mundos sería tan difícil como necesario. Nada evitaría a Arapoty tener iguales alternativas que los europeos. Su generación iba a gobernar el porvenir y anhelábamos instruirla para tales circunstancias; se avecinaban tiempos duros.
Nuestro viaje a España llevó mucho tiempo y mirara hacia donde mirara, sólo veía agua. También tiburones --muy peligrosos-- y gaviotas. En el barco supe que a veces usan velas y otras remos, según haya viento o no. Si papá gritaba datos relativos a estribor o babor, algunos marineros corrían a trepar aquellos enormes palos para soltar o enrollar las velas. Entretenía verlos actuar. Me cambiaron las ropas, encarcelaron mis pies y tuve que acostumbrarme a comer con cubiertos y hablar otra lengua. Agobiaba tanta innovación.
Llegar al puerto me asustó, jamás había visto un muelle tan repleto y con tal griterío. Hombres, mujeres y niños ricamente engalanados; algunos se sentaban en anchas canoas separadas del suelo por enormes aros. Se unían a ellas tres caballos dispuestos a recibir órdenes para marchar al paso y arrastrarlas. Mientras salíamos, busqué amparo entre mis padres. Este país era inquietante.
Aprendí a leer y escribir como papá y a jugar en espacios pequeños con innecesarias reproducciones infantiles de objetos para adultos: los juguetes. Superada la novelería, extrañé aquella otra infancia: niños casi sin ropas ni zapatos correteando libres, en simbiosis con la naturaleza; dueños de un espacio y tiempo estáticos, sin normas y ajenos a intrigas y luchas por una existencia represiva.
Ya tengo quince años y voy a reencontrarme con abuela Ataplá y los míos. Tinihual marchó, no supo esperarme... Vuelvo otra, a una tierra también otra; reflexiva, con mente amplia y abierta a convivencias entre razas. Pertenezco a la primera generación de criollos; dos continentes se fusionan para imponerse el agresor, minoritario. Vubachepec sufre el penoso salto al mercantilismo y España tolera su voluntad autóctona por conservar su religión y costumbres. Sin embargo, las transformaciones seguirán su curso: siempre se impone el enfoque del vencedor. Vuelvo consciente para impulsar lo iniciado por mi padre y ayudar con los cambios de la forma menos penosa. Inti me ayudará.