Andrés Cerio

Suplemento de LA BUHARDILLA DE COLETTE.

RELATOS DE SOBREMESA Nº 1 Nov./dic. 2006

12 septiembre 2006

LA BODA (Pedro Martínez)

—¿Tú crees que será capaz? —la pregunta de Álvaro a su amigo, sonó más bien a premonición—. Tío, va a liarse una de colores…
A Rufo, el amigo, los únicos colores que le importaban en ese momento eran los del arco iris que estaba troquelando sus retinas. La punzante resaca le impedía recordar dónde había dejado las gafas de sol, y ¿qué coño le preguntaba Álvaro…?
Rufo cerró los párpados con fuerza mientras buscaba alguna respuesta entre los escombros de los recuerdos de la reciente despedida de soltero, con lo cual sólo consiguió ensanchar los fuegos artificiales que tronaban en el cielo nocturno de sus ojos. Cuando Marta, la novia, entró en la iglesia, Rufo creyó que iba desnuda, tal el era el esplendor del traje de seda cruda que ella vestía. Los encajes de Balenciaga acariciaban los pies de Marta y los rumores de admiración de los presentes flotaron hacia el empino de la bóveda de la iglesia.
La novia atravesó el crucero como si en vez de zapatos de Chanel llevara en los pies unos patines, o la alfombra roja, de cuatro centímetros de grosor, se hubiera transformado en la pista de hielo de un espectáculo de Disney. Su padre, el señor Alfonso, se esforzaba en seguirla, bregando contra los años acumulados y una barriga más que regular que, a duras penas, conseguía ocultar el esmoquin de impecable factura.
Sonó Mendelsshon. El órgano de la Basílica de Santa María del Páramo, única iglesia con dicha distinción en toda la provincia, sopló con fuerza y claridad. Las manos arrebatadas de don Germán, padrino de bautizo de la novia, volaron sobre las teclas, anunciando a todos que su ahijada se casaba. La Marcha Nupcial, aunque no recordaran el nombre del autor, ni la hubieran escuchado nunca en una interpretación tan personal y cariñosa, devolvió a Rufo y Álvaro a una realidad tan concreta como expectante: la ceremonia de la boda de su amigo Luis y la bella Marta comenzaba indiferente a la reciente pregunta.
Luis, impecable, esperaba en el altar. Desde los últimos bancos, su imagen aparecía confiada y segura, algo ladeada a la izquierda por la presión nerviosa de su madre que le sujetaba el brazo como si de un salvavidas se tratara. La alfombra concluyó y Marta se posó ante el altar cubierto de rosas y jazmines, después de subir tres peldaños en un momento fugaz. Las pequeñas confusiones de padres y suegras a la hora de encontrar el sitio adecuado en la parrilla de salida de la ceremonia, fueron bienvenidas con un ronroneo desde los bancos. Aquello empezaba bien, pensaron algunos: elegancia, distinción y anécdotas que podrían comentar durante el banquete.
Los destellos de las luces del fotógrafo iluminaron las primeras palabras de don Carlos, el cura. Después de los ensayos que durante la última semana habían realizado en aquel mismo lugar, hasta las lágrimas de las primeras filas parecían el fruto de la preparación de aquella magnífica boda, perfecta en todo salvo por el secreto que guardaban el novio y sus dos amigos. Álvaro estaba más entero que su acompañante, nunca le había gustado mezclar la bebida y ya lo había dicho la noche pasada: «Si empiezas con champán sigue con lo mismo, que mezclar es una mala práctica».
—Como lo haga es un gilipollas.
Álvaro sintió que la contestación de Rufo era algo parecido a recibir una citación del médico después de haber fallecido. Pero su amigo no le había contestado a él, Rufo acaba de recordar la apuesta…
La ceremonia prosiguió a toda vela, entre murmullos ocasionales que se acallaron cuando el sacerdote preguntó a Marta si quería a aquél hombre por esposo para toda la vida. El sí de Marta fue un susurro que, sin embargo, se escuchó claramente a través de la megafonía del templo. El cura, sonriente, se volvió entonces hacia Adolfo, que con el rostro muy serio miraba fijamente el libro de tapas doradas que sostenía don Carlos entre las manos:
—Y tú, Luis Rodríguez y del Olmo, ¿quieres por esposa a Marta...?
—No —la respuesta del novio se estrelló contra los frescos de la cúpula y las pamelas de las primeras filas de bancos se agitaron como palomas asustadas.
Lo había hecho, Adolfo lo había hecho. Iba a cumplir con la apuesta de la noche anterior. Álvaro, horrorizado, miró de reojo la entumecida sonrisilla de Rufo. Ahora, cuando Adolfo volviera a decir «no» para forzar la tercera y última pregunta del oficiante, el escándalo sería grandioso. ¡Pobre Marta!, y pobres de ellos, también, pues los padres de los prometidos iban a echarle la culpa a los que estuvieron con el novio en la fiesta de despedida. Pensarían que habrían jaleado aquella estúpida apuesta sobre si Adolfo sería capaz de decir «no» a las dos primeras preguntas de las tres que, obligadamente, le tenía que efectuar el cura si empezaba negándose.
—No —algunas de las palomas desfallecieron después de la segunda negativa del novio.
La voz de Adolfo no había sonado tan clara como la primera vez, pero había cumplido con la apuesta. Don Carlos abrió y cerró el libro un par de veces, casi como si estuviera atizando una hoguera y miró a su alrededor modosamente, era la primera vez que se bañaba en un Jordán como aquél pero no tuvo tiempo en pensar hasta dónde le llegaba el agua:
—¡No siga, padre! Ahora quien no quiere casarse soy yo —dijo Marta, sin dar tiempo a que el cura volviera a preguntar—. Ya no quiero casarme con este..., con este…
La novia dio la vuelta y corrió por la alfombra roja, que ahora parecía empedrada, hacia la salida. Sus padres, sus tíos, corrieron tras ella hasta que Marta frenó en seco y se volvió hacia el altar, haciendo que el tren que la seguía casi descarrilara:
—Seguís todos invitados a comer, por supuesto..., os espero en el restaurante —dijo mirando por encima de las cabezas de quienes la seguían. Pareció que iba a comenzar a llorar, luego salió de la basílica.
El talgo se puso en marcha de nuevo y tras Marta desaparecieron su madre, sus tíos, algunos invitados... Alfonso, que antes había corrido diligente y acalorado tras su radiante hija, parecía ahora extrañamente calmado. Se paró ante el banco de los dos amigos y lo apartó hacia atrás para poder llegar hasta Rufo, sin tener que rozarse con los que estaban antes que el joven. Cuando llegó a su altura, le agarró de la corbata, acercó los labios hasta la oreja derecha de Rufo y murmuró unas breves palabras mientras el puño con que sujetaba la tela palidecía. Luego, respiró a fondo, soltó la corbata y dejó caer el brazo lentamente. Durante unos instantes, miró confuso la punta de sus relucientes zapatos, dio la vuelta y salió al centro del crucero de la basílica desapareciendo, poco después, por la luminosa puerta del templo.
—¿Qué te ha dicho, qué te dijo Alfonso…? —preguntó Álvaro al amigo, hablando con voz de trámite, como si quisiera borrar con sus palabras el fruncido entrecejo del otro.
El silencio de Rufo pareció acallar el escándalo que azoraba a la basílica y Álvaro, sin saber por qué, se acordó del sitio donde había olvidado las gafas. El Sol se derramaba sobre las baldosas de la plaza de la iglesia de Páramo, derritiendo los ecos del taconeo de unos zapatos blancos de Chanel…
 
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